Aquí estamos todos atravesando el abandonado pueblo de Foncebadón, un par de kilómetros antes de la Cruz de Hierro. Este año no disfrutamos de la climática neblina del año anterior, pero eso no le restó encanto.

La noche la pasamos temerosos de que al día siguiente amaneciese como había terminado la jornada anterior. De hecho, durante gran parte de la noche el agua estuvo resonando contra el techo de la nave donde estábamos durmiendo. El miedo era más que justificado ya que nos enfrentábamos ante una etapa de 30 kilómetros, discurriendo gran parte de ella por terrenos agrestes y lejos de la civilización. Por eso nos despertamos con el amanecer, para ver mejor cómo se presentaba la jornada. Tuvimos suerte y las nubes terminaron desaparecieron dejando lugar a un cielo claro y luminoso como pocas veces.

El ascenso a la Cruz de Hierro fue completamente diferente al mío del año anterior. Esta vez mi físico no estaba tan esplendoroso y me dediqué a disfrutar más del paisaje, aunque no dejé de rememorar mi pedida a Santi de peregrinos que adelantar poniendo un canto en un mojón. Esta vez me envió bastantes menos.

Durante parte del ascenso tuve el placer de conversar con una peregrina americana que llevaba la rodilla completamente vendada y que, hablando hablando, me comentó que su hijo había pasado un año en Santoña. Esta casualidad ratificó mi creencia de que El Camino es un pequeño pañuelo en el que es muy fácil encontrar elementos en común (a parte de la peregrinación). Sólo hay que buscarlos en aquel que pasa a tu lado.