El castillo de Lord Valentine
Robert Silverberg

Ultramar
Lord Valentine´s Castle
1979
 Traducción César Terrón
Ilustración de Toni Garcés


El castillo de Lord Valentine

Marzo de 1988
262 páginas

El laberinto de Majipur

Abril de 1988
316 páginas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No se puede decir que los dibujos animados de Popeye creados por los hermanos Fleischer fuesen un ejemplo a seguir en cuanto variabilidad argumental. El 99% de sus episodios comenzaban, se desarrollaban y concluían siguiendo el mismo patrón, cosa que cuando eres un crío poco te importa. Sin embargo, en el 1% restante, cuando su némesis, Brutus, no hacía acto de presencia y su contrincante era algo más esquivo, ambivalente o "poderoso" (algún duendecillo, animal o yo qué se), no siempre las espinacas le sacaban del embrollo. Y aunque el final era el feliz preceptivo, dejaba caer una frase lapidaria, frecuente en muchos ámbitos, que todavía resuena en mi cabeza asociada a este personaje: Si no puedes vencerlos, únete a ellos

Esta sentencia la tengo también ligada, subconscientemente, a otro icono cultural (o, dependiendo de en qué terreno nos movamos, subcultural): Robert Silverberg. En 1978, después de cuatro años de no haber escrito ni una sola línea, en un silencio fruto del cansancio acumulado a lo largo de muchos años de escritura febril y una evidente frustración al ver que sus grandes obras apenas tenían relevancia, volvía a ponerse delante del teclado para escribir El castillo de Lord Valentine. No obstante dejó a un lado sus anteriores enfoques, gran parte de sus ideas y, parcialmente, su estilo para ofrecerle al mercado lo que demandaba. Ya que no pudo cambiar las cosas, en vez de perseverar o buscar otro camino, como hizo Disch en una situación semejante unos años más tarde cuando se pasó al terror con El ejecutivo, optó por llenar la caja y unirse a la corriente principal de las listas de bestsellers, dedicándose con ahínco a pergueñar pura fantasía heroica pajera. Fantasía heroica disfrazada de ciencia ficción, con sus naves del espacio, razas alienígenas, telépatas, extrañas maquinarias,... digna pero muy por debajo de sus posibilidades y con más páginas de las debidas. Como diría Morfeo, welcome to the real world.

El castillo de Lord Valentine, publicado por primera vez en nuestro país por Acervo y recuperado años más tarde en dos volúmenes por Ultramar, es una síntesis entre las historias de Vance a lo Planeta de la aventura y la fantasía surgida del esquema centrado en el emperador de todas las cosas, versión predecible. Del primero toma el tono aventurero, los paisajes ricos y coloridos, y le añade un trayecto dilatado en exceso, que pierde fuerza en abundantes puntos muertos fruto de un deseo por denotar que el planeta es realmente gigante y presentar escenarios veniales que tendrán su importancia en próximas entregas de la serie. Mientras, del segundo asimila unos personajes y una estructura que deben más a los novelas coetáneas de Stephen R. Donaldson o Terry Brooks que a su canon de diez años antes.

El principal es Valentine, un joven sano, bien formado, inteligente, ágil, hábil, guapo, con carisma, sagaz,... (vamos, el partido que toda madre desearía para su hija), que despierta en las proximidades de la ciudad de Pidruid, con el morral repleto de monedas y sin saber ni quién es ni lo que ha hecho su vida. Llega a la urbe, se hace amigo de un grupo variado (que aúna diversidad étnica, un guía espiritual, unos tipos aguerridos, su futura amante,...), aprende un oficio en el que demuestra que es algo más que un ser humano normal,... y a través de una serie de sueños descubre que su misión en la vida no es andar haciendo el saltimbanqui por la inmensa faz de Majipur. Como mandan los buenos cánones, es la legítima Corona del planeta, su máximo exponente político desplazado de su cuerpo por un traidor al que debe derrotar.

Valentine no es un "mal" personaje. La pérdida de la memoria y su defenestración provocan una limitada evolución, siguiendo el archisobado esquema en cinco pasos que lleva del arroyo a la cima: presentación, revelación, reconocimiento, ungimiento y victoria sobre el usurpador. Pero la tortura interna que vive no suena convincente. A pesar de las dificultades que le esperan por delante todo le sale a pedir de boca, sus soluciones funcionan aun siendo sumamente triviales y carece de carisma aun cuando los personajes se encoñan con él ipso facto (normal, tiene al titiritero de su parte llevándole bajo palio).

La propia narración se contagia de esta falta de credibilidad, algo que se vería razonable si estuviésemos hablando de un libro de la edad de oro pero no en uno escrito a finales de los 70. La integridad de la compañía se salva continuamente aunque las contrariedades a las que tienen que enfrentarse son de aúpa. El planeta se nos dice inmensamente grande pero Silverberg no transmite este gigantismo; los trayectos que debieran ser de meses no dan el pego, parecen acontecer en apenas cuatro días y las transiciones entre paisajes son tan abruptos como absurdos. Tampoco se muestra muy acertado en el manejo del tempo, que sufre con la innecesaria extensión del libro, ni en la descripción de ambientes o la acción más pura (se nota que no es lo suyo). Incluso los homenajes, como a un Moby Dick sin Ahab, con leves trazas del pobre Job (y que incluye una descripción de la industria asociada a la caza del dragón de mar), o a su propia obra, son risibles.

Por esto El castillo de Lord Valentine queda como un libro entretenido, cojo en demasiados aspectos y un pálido reflejo del verdadero potencial de su autor. Claro, al lado de las obras de los autores antes mencionados o cualquier dragonada sobresale como un girasol en un campo de margaritas. Parco consuelo. Si lo ponemos entre un roble, un haya y un castaño... Para pasar el rato y poco más.

© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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