Lotería solar
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Esta es la novela con la que Minotauro ha abierto la biblioteca Philip K. Dick, en la que se pretende recoger las obras completas del escritor americano fallecido hace 20 años. Desde luego había muchas formas de abrir la colección y la editorial de Paco Porrúa ha optado por una un tanto discutible aunque comprensible: sacar más o menos a la vez la primera y última novelas publicadas de Dick. Desde luego como opción editorial es razonable, aunque como seguidor irredento y con abundantes lagunas en mi biblioteca hubiese preferido alguno de esos títulos descatalogados e imposibles de encontrar como Tiempo de Marte o Los tres estigmas de Palmer Eldritch. Afortunadamente estos serán los próximos en ser reeditados, por lo que mi pequeña decepción se ha disuelto rápidamente. Una vez dicho esto, debo hacer notar que Lotería solar no es el primer libro escrito por Dick. Antes de éste, además de haberse fogeado en el campo de los relatos con abundantes muestras que se pueden degustar en las tres antologías publicadas por Martínez Roca (y que esperemos se completen en esta colección que ahora se abre), había escrito un puñado de novelas de temática no fantástica que nadie se animaba a editar y una novela de ciencia ficción que vería la luz después de su muerte. Y aunque se lee con facilidad y un cierto agrado, no deja de ser un Dick de perfil bajo muy lejos de las obras que escribió posteriormente. La novela tiene lugar unos dos siglos en el futuro. La sociedad mundial se encuentra dominada por la lógica y los números, y la posición social ocupada por las personas es determinada principalmente por un concurso completamente aleatorio de Lotería. Incluso el presidente, que recibe el nombre de Presentador, es elegido mediante este sistema. Después de diez años Reese Verrick es relegado por el sistema de su puesto de Presentador y reemplazado por Leon Cartwright. Ted Bentley, un joven ingeniero, se liga mediante un juramento a Verrick poco antes de que éste deje su puesto sin saber que éste ha sido despuesto. Verrick, nada más abandonar el cargo y haciendo uso del derecho que tiene, convoca una convención con el fin de encontrar un asesino que mate a Cartwright y poder volver a su anterior puesto. Pero este trabajo no es fácil, por supuesto. El presentador está protegido por los mejores servicios de seguridad del planeta, a la cabeza de los cuales se encuentra un grupo de telépatas cuya única misión consiste en proteger la vida del hombre más importante del sistema solar. Pero Verrick no piensa jugar limpio. Ha creado un androide completamente artificial que será manejado alternativamente y completamente al azar por veinticuatro personas diferentes, entre las que se encuentra Bentley, de forma que los telépatas sean incapaz de seguir los pensamientos ni los planes del androide. Como se puede leer estamos ante una de uno de esos argumentos típicamente Dickinianos donde lo que se cuenta no parece tener ni pies ni cabeza pero que, una vez metido dentro, se sostiene con una lógica interna bastante consistente, aunque esta vez es mucho menor que en posteriores obras, sobre todo porque su narrativa carece todavía del pulso y del poder de convicción que después desarrollaría. Eso sí, sorprende ver cómo ya apunta muchas de las características que después le convertirían en una de las figuras básicas del género, como la relación entre lo humano y lo no humano y la facilidad para traspasar la frontera de la realidad. De hecho hay un momento de esos típicamente Dick (en los que la realidad que hasta entonces parecía bastante asentada se rompe completamente) cuando Bentley, después de una orgía, se levanta amodorrado entre varios cuerpos y, de pronto, se reconoce a sí mismo entre ellos. Y después se dirije hacia un espejo y se ve dentro de otro cuerpo, todo ello sin que tengamos ninguna referencia de lo que está ocurriendo a parte de lo que el protagonista ve y siente. Un Dick bastante menor únicamente recomendable para Dickófilos completistas. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2001
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