Muerte de la luz
George R. R. Martin
Gigamesh
Dying of the light
1977

Marzo de 2002

Traducción Carlos Gardini
301 páginas
Ilustración Juan Miguel
Aguilera

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La ciencia ficción es algo mucho más grande que la literatura de ideas que algunos insignes comentaristas defienden desde sus posiciones. No se me entienda mal. Las ideas son importantes. A todos nos gusta que entorno a un argumento ameno nos hablen de tecnología, física, sociología o la relación entre el hombre y el universo en el cual se encuentra inmerso, sobre todo si se hace con un lenguaje claro y fácil de entender. Sin embargo existen otros muchos ingredientes, que no siempre encontramos, y que ayudan a construir el sentido de la maravilla que toda gran obra de género debe ofrecer: personajes cautivadores, ambientes esplendorosos, gadgets inolvidables , gloria, miseria,....

En el año 1977 un autor amateur que todavía se estaba fogeando en el terreno corto, y que sólo había escrito un puñado de excelentes relatos y una novela corta de relativo éxito (Una canción para Lya), publicó Muerte de la luz. Y aunque no rompió la banca de los premios ni de las ventas, alcanzó algo que muy pocas obras más han conseguido. Sublimar el sentido de la maravilla del que hablaba antes y llevarlo hasta una posición que poca o ninguna vez se ha alcanzado. Lo más extraño y sorprendente de ello se encuentra en cómo todos estos valores pueden estar presentes de una manera tan refinada en una primera novela, que generalmente tienden a tener abundantes agujeros y defectos. Sin embargo en ella estamos ante un ejercicio de virtuosismo insultante, escrito con una prosa envidiable y donde todos los esfuerzos están orientados a crear una historia viva, bella y hermosa, repleta de un romanticismo estremecedor.

Ya el escenario en el que George R. R. Martin sitúa a sus personajes merece de por sí los más encendidos elogios. Worlon es un planeta errante que durante los últimos decenios ha sido calentado por una serie de estrellas de las que ahora se está alejando. Antes de que volviera la noche eterna a su superficie, 14 civilizaciones decidieron realizar en él una gran celebración que aumentase los lazos entre ellas, creando en su superficie diversas regiones a imagen y semejanza de su mundo de origen, y trasladando fielmente tanto su ecología como su modo de vida (vamos, una especie de Expo interplanetaria). Sin embargo, el tiempo de esplendor ha pasado y el planeta está prácticamente desierto, estando habitado casi exclusivamente por una serie de turistas bohemios que se buscan a sí mismos en este mundo moribundo.

Hacia allí viaja Dirk t´Larien, un personaje bastante gris que acude con la esperanza de recuperar el amor de su antigua compañera, Gwen Delvano. Ésta se halla en Worlon estudiando la interacción entre los diferentes ecosistemas que se plantaron, y se siente atrapada por el extraño vínculo que le une a Jann Vikary, ciudadano natal de Alto Kavalar, un planeta donde el honor es un valor capital y las palabras tiene un poderoso significado. De esta manera, se plantea una relación triangular que enriquece la novela hasta el punto que la convierte en un todo orgánico y completamente vivo.

Quizás su gran triunfo, y lo que reconcilia al lector con la utilización de este argumento tan manido, es que los lazos que se establecen entre ellos no sólo quedan claros cuando se plantea la situación sino que, además, van cambiando a medida que los personajes dialogan, aman, sufren, traicionan o se descubren. Y no lo hacen de una forma acartonada ni alocada, sino que se realiza de una manera natural, convirtiéndose por derecho propio en una de las historias de amor más estremecedoras que se puede leer en las fronteras del género.

Esto se ve acentuado por la pasmosa facilidad con la que se describen las diferentes sociedades y ambientes que va apareciendo. Como bien dice Juanma Santiago en la presentación, estamos ante uno de los pocos casos en los que se construye una sociedad ajena a nosotros (la Kavalar) que acaba resultando parte del lector. Comienza como un inexcrutable conjunto de relaciones y comportamientos que, con el transcurso de las conversaciones y los acontecimientos, termina resultando auténtica y lógica, sin perder ni un ápice de su extrañeza inicial.

Además, en cada página de Muerte de la luz sale a relucir la condición de Martin como uno de los últimos románticos que le quedan al género, alguien que piensa que la palabra dada lo es todo, que se pueden establecer vínculos entre las personas más allá de la búsqueda de beneficios y de recompensas (como se ha visto en otras de sus obras como Sueño del Fevre), que cuando una persona o un motivo merecen la pena hay que dejarlo todo por ello. Unido a lo cual encontramos una tremenda sensación de pérdida que tiñe todo el periplo. Pérdida por el planeta que se muere al perder el calor del sol que le da la vida, por el desaparecido amor entre Dirk y Gwen, por los débiles nexos que unen a Vikary con sus hermanos de sangre,...

Siempre he creído que la ciencia ficción necesitaba un "Casablanca" para poder escapar del guetto en el que se ha metido a sí mismo; una historia de amor compleja, bella, viva, melancólica, que evolucione a lo largo de las páginas, que atrape a cualquiera independientemente de si lee o no ciencia ficción; un historia donde la espiral que debe ser el argumento se vaya cerrando y ganando en intensidad hasta llegar al final, que nunca debe escapar a lo que debe ser pero que además ha de suponer una recompensa (ya sea ésta alegre o triste, pero que nunca te haga sentir engañado)

Eso es lo que ofrece Muerte de la luz, una relato hermoso, de los que pocas veces se tiene la oportunidad de leer y que, cuando lo terminas, desearías que fuesen más numerosos. En 5 palabras, im pres cin di ble.

© Ignacio Illarregui Gárate 2002
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