El fin de la eternidad |
Resultaba extraño que algunas de las obras más importantes de Isaac Asimov, el autor de género mejor tratado por la realidad editorial de nuestro país, estuvieran fuera de circulación durante bastante tiempo. Muy especialmente en el caso de las dos primeras entregas de la serie de los robots, Los propios dioses o ésta novela que ahora toca comentar, desaparecidas del mapa durante algún tiempo mientras otros títulos mucho menos afortunados eran reimpresos con una puntualidad casi británica. Por suerte, primero Bibliópolis con Bóvedas de acero y después la inesperada acción conjunta de P&J y La Factoría con El fin de la Eternidad han puesto remedio parcial a esta carencia.
En esta novela Asimov hace gala de sus proverbiales pulso y claridad expositiva para construir una de sus habituales narraciones de misterio con sustrato de ciencia ficción. En ella, el Técnico Andrew Harlan se ve obligado por el destino a descubrir los secretos más recónditos que acechan en las entrañas de la Eternidad, una institución ciclópea que rige los designios de la humanidad manipulando la línea temporal a su entero antojo. Durante sus pesquisas, no siempre bien encaminadas (una circunstancia que dota al personaje de un mayor alcance), introduce al lector neófito en los diversos recursos presentes en las historias de viajes en el tiempo, siguiendo un patrón de complejidad creciente; se comienza por los más asequibles (simples desplazamientos temporales) para continuar, in crescendo, con otros más elaborados. Aunque, es necesario reconocerlo, tampoco muy complicados.
Cualquier lector un poco sofisticado encontrará en su desarrollo pegas difíciles de obviar. Sin embargo, como notablemente argumentó Rodolfo Martínez en el número 38 de la revista Gigamesh, en El fin de la Eternidad Asimov dio lo mejor de sí mismo y consiguió un pequeño hito en la historia de la ciencia ficción. Se sumergió con singular éxito en la siempre complicada temática temporal; planteó una trama sólida en la que su querida intriga copaba el devenir del argumento; bordó el retrato del friki tipo; y sus ideas acerca de la relación individuo y “Estado” quedaron razonablemente expuestas sin aproximarse, ni de lejos, a los delirios de Robert Heinlein.
Las ediciones de La Factoría y P&J parten de puntos diferentes. La primera ha optado por una nueva traducción, realizada por Miguel López Genicio, mientras que la segunda se ha decantado por reimprimir la traducción de toda la vida de Fritz Sengespeck. Y, sin hacer una comparación exhaustiva con el original, tengo la impresión que es la versión más moderna la que guarda una mayor fidelidad con el original. Algo visible, por ejemplo, en la elección de los nombres de la jerarquía de la Eternidad. Andrew Harlan es un Técnico, fiel reproducción del Technician de Asimov, y no un Ejecutor, tal y como asumen todos los que conocen la versión “clásica”. Estas variaciones observables en la edición de P&J no se circunscriben únicamente al terreno de la nomenclatura sino que abarcan otros cuestionables como la reformulación en determinados momentos de la prosa Asimoviana, mutando su estilo significativamente, o, incluso, la reinterpretación de ciertas acciones (en el capítulo 5 se alude a una fiesta que no aparece ni por asomo en la versión en inglés que he consultado)
Lo que no quita para repetir que La Factoría debería solucionar la deficiente corrección de sus productos. Una vez más nos hallamos ante un texto que, sin ser ilegible (ni mucho menos), necesita una depuración final de estilo que le iguale con el estándar de las colecciones de género profesionales con las que compite, en calidad de títulos, autores, precios, formato,…. Y van… Este libro fue proporcionado por la revista Gigamesh para hacer una reseña que salió publicada en el número 41 |
© Ignacio Illarregui Gárate 2005
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