Incordie a Jack Barron
Norman Spinrad
La Factoría de Ideas

Bug Jack Barron
1969

2005
Traducción de Gádor Soriano

337 páginas
Ilustración
Javier Briz

Los mejores autores y obras surgidos durante la new wave están ausentes en el actual panorama editorial de ciencia ficción. Salvo excepciones excepcionales, caso de J. G. Ballard, cuya obra (casi) completa está disponible entre el fondo de Minotauro, o balas perdidas fáciles de situar, el resto ni está ni se espera sea recuperada a corto o medio plazo. La antología de bandera de la corriente en EE.UU., Visiones peligrosas, va camino de estar descatalogada desde hace dos décadas (pedir la publicación de su segunda parte es una quimera), y libros y relatos fundamentales para entender el género, obra de gente tan cualificada como Thomas M. Dish, Samuel R. Delany, John Brunner, Harlan Ellison, James Tiptree, Jr. o Robert Silverberg, corren la misma suerte. Un hecho sintomático si se compara con clásicos de los años 50, de los que estamos bien surtidos; una demostración de la predilección del lector medio (y, por extensión, de los editores) por la asequibilidad y los acercamientos amables frente a la trasgresión, la experimentación y la denuncia.

 

Entre este arsenal de obras a recuperar estaba esta novela de Norman Spinrad, que junto a clásicos como Campo de concentración, Todos sobre Zanzíbar o El rebaño ciego forma una de las cumbres de las historias contestatarias, esas que sacaban sin pudor el bisturí y lo dejaban caer con saña sobre la sociedad o la política de una época que, por mucho que hayan cambiado las cosas, sigue siendo la nuestra.

 

Después de mucho hacerse de rogar (estaba anunciada desde hace más de un año), La Factoría ha puesto por fin en el mercado una reedición del clásico, y aunque la espera ha merecido la pena (a pesar de las elevadas expectativas no ha habido decepción), no entiendo muy bien por qué se ha demorado tanto su aparición. Como resumiré en la segunda parte de esta reseña, se hace difícil pensar que el aspecto formal del libro hubiese estado todavía menos cuidado si se hubiese sacado una reimpresión de la versión de Acervo. Pero, como dijo el bueno de Jack, vayamos por partes.

 

En Incordie a Jack Barron brilla como una supernova el talento de un Spinrad deseoso de sacudir conciencias. En sus páginas realiza una particular recreación del mito de Fausto al confrontar a sendos Mefistófeles antagónicos en una contienda un tanto escorada hacia el segundo participante: por un lado el clásico, Benedict Howards, millonario director del instituto que vende una futurible vida eterna a todos los que tienen dinero para permitírselo, y el moderno, Jack Barron, presentador del Programa de televisión definitivo. Un espacio que semana tras semana reúne a cien millones de personas delante de la pantalla del televisor. La batalla va a tener lugar en sus respectivos terrenos. Howards siguiendo los cánones marcados por las “clásicas” negociaciones a puerta cerrada, conjugando ofertas irrechazables con una serie de cargas de profundidad sucias y repulsivas imposibles de eludir. Y Barron con el arma que supone poder sacarte a antena y vapulearte delante de tan numerosa audiencia con nulas posibilidades de salir airoso. En el medio televisivo, con su pleno dominio del lenguaje, una inteligencia maquiavélica y una desmesurada vocación iconoclasta, no hay salida.

 

Durante sus 300 páginas se disfruta, para lo que se estilaba en la ciencia ficción estadounidense de la época, de una narración salvaje, cínica y despiadada de alto octanaje. Lo que aquel juez que condenó a Los Deltonos hace más de una década tildaría de relato intelectualmente violento. Salvaje por el arriesgado uso del lenguaje, sumamente agresivo, lleno de tacos y expresiones incendiarias, y su expresivo tratamiento de tabús cada vez más puestos en cuestión, como un sexo vivo y desnudo que los protagonistas viven a pura flor de piel. Cínica porque sitúa como héroe/caballero andante defensor de lo correcto a un traidor a la causa civil que ha hecho del hedonismo su mayor virtud; un manipulador que se ha desprendido de la empatía y que, aun siendo la voz de aquéllos que no tienen voz, se aprovecha de su posición dominante para conseguir todo lo que le apetece sin importar las consecuencias. Y despiadada porque realiza un cuestionamiento descarnado de la sociedad norteamericana y, por extensión, de la democracia occidental, cargando contra la discriminación racial, el poder de las grandes empresas, una legislación hecha siempre a su medida, el viciado sistema político, la condición del votante tipo como una oveja fácil de llevar hasta el corral o el incipiente alcance de los medios de comunicación audiovisuales.

 

Todo esto teniendo en cuenta que evita el peligro más evidente que acecha a muchos de estos títulos que se sitúan en el futuro cercano: el quedar desfasados como un producto de una época que se dejó atrás tiempo ha. Es cierto que la realidad ha sobrepasado ampliamente a la ficción, pero el pentotal sódico de los medios de comunicación masivos y la televisión/literatura/cine/... de evasión han adormecido tanto nuestras conciencias que se hace necesario material que nos catapulte fuera del amodorramiento. Hacer se puede hacer bien poco, pero nunca perder de vista cómo es el lugar donde vivimos.

 

Así que, por lo que al contenido respecta, Incordie a Jack Barron es una lectura imprescindible para gozar de ese aspecto crítico y revulsivo presente en la buena ciencia ficción. Pero, ¿qué se puede decir sobre la edición que presenta La Factoría? Simplemente, es imposible defender que alguien ha empleado más de cuatro horas en leerse las galeradas a ver qué gazapos se han colado.

 

Lo más cantoso está en un hecho inherente a la estructura del libro y que afecta al fluir de la lectura. La obra está plagada de textos en cursiva que señalan los pensamientos de los diferentes personajes que van apareciendo en escena y que apoyan sus diálogos, siempre prestos a mostrar el juego de medias verdades y poderosas mentiras en los que viven envueltos. Pues bien, hay que ponerse el disfraz de adivino para averiguar si un texto es verbalizado o no, porque en muchos momentos el formato especial desaparece inesperadamente convirtiéndolo en un diálogo dicho de viva voz. Y lo mismo ocurre con bastantes guiones que marcan el comienzo o el final de estos, abducidos por los temibles duendes editoriales que pululan por las instalaciones de La Factoría.

 

También destaca la sobreabundancia de notas a pie de página introducidas por el traductor, que no se señalan como es debido y resultan, en la mayoría de las ocasiones, innecesarias. Para que se hagan una idea, en un momento Spinrad pone un sonoro peeeeep en boca de Barron para indicar que se está autocensurando porque no quiere que después le pongan una querella por difamación (en uno de los monólogos más divertidos y ácidos de toda la narración). Pues bien, ahí tenemos una prescindible nota para “aclararnos” a qué viene la interjección. Otro ejemplo digno de mención lo hallamos cuando Barron y su amigo Lukas Greene están hablando entre ellos y se llaman con nombres que no son los suyos; algo visible a los tres diálogos y que el traductor siente la necesidad de explicarnos no vaya a ser que no nos hayamos enterado.

 

Se llega a producir la impresión que se trata al lector como un tontito que no se va a dar “cuen” de lo que está pasando. Un detalle que, igualmente, pone de manifiesto la nula coherencia editorial de La Factoría. Al comparar con otros libros de la casa se comprueba que no hay un criterio definido; en el pasado se han empleado otro criterios para señalarlas (en alguno incluso nos las hemos encontrado imbuidas entre el propio texto), mientras que en la mayoría brillan por su ausencia.

 

También podemos hablar del vergonzoso cambio visible en la página 97, donde aparecen Maitena, Zipi y Zape, Lupo Alberto o el manga japonés (como si pudiera ser de otro sitio), en un juego de palabras que, sobra decirlo, no estaba en la obra original. No he podido cotejarlo, pero es nítido que Spinrad utiliza personajes de cómic típicos de su país a finales de los 60 para construir una imagen. Una imagen que está bien construida y demuestra el trabajo que se ha tomado el traductor (que en los diálogos respeta el trasgresor tono del original y raya a buena altura), pero que vulnera por completo la obra que estamos leyendo. Hecho este cambio, y yendo más lejos, ¿por qué no se han alterado también los modelos de coche típicamente americanos que aparecen nombrados por doquier? ¿O los presidentes del gobierno de la nación, con nombres más cercanos a los nuestros como Adolfo Suárez o Felipe González? De la inclusión de un DVD, varios lustros antes de que se inventase el acrónimo, mejor no hablar.

 

Todo esto (y más, como la enésima confusión entre billones americanos y billones españoles; o el epílogo, un pequeño desbarajuste donde el traductor queda en entredicho al hablar, entre otros detalles, de dos libros de Harlan Ellison: "Repent, Arlequín!" y "Said the Ticktockman") duele. Duele porque no se respeta una obra que fue creada en un contexto y que no se puede alterar para adecuarse a un lector que puede no conocerlo (me estoy imaginando una traducción de El Quijote al japonés, donde cambian al sacerdote por un monje budista, al barbero por un jugador de Go y a Don Quijote por un Samurai entrando en la senectud). Duele por la maldita necesidad de convertir la ciencia ficción en algo actualizado (lo del DVD), como si hoy en día fuese necesario reafirmar ese papel profético que algunos lumbreras quieren hacer perdurar y que hace décadas es asumido como una interpretación cuestionable. Duele por el nulo respeto que se tiene por la historia del género, poniendo a los pies de los caballos a un traductor que debiera haber investigado un poco quiénes eran esos autores que aparecen en el epílogo, cuáles eran sus obras y dónde las publicaba. Y, sobremanera, duele que hayamos pagado más de 18 € por un libro que supuestamente ha sido corregido y que, viendo lo visto, da la impresión de haber sufrido la corrección más rápida de la historia de la literatura.  

 

¿Por qué dedicar más palabras a la edición que a la propia obra en sí? Resulta penoso observar cómo una editorial con productos tan interesantes acaba malogrando sus ediciones por esta nula atención a un detalle nada venial. Supongo que, como en tantas otras empresas, el espíritu comida rápida es el que impera y ya no molesta reconocerlo. No queda otra y tenemos que acostumbrarnos a que el solomillo pase por la picadora, sea achicharrado en la máquina de hacer "fritangas" y nos llegue entre dos trozos de pan, varias hojas de lechuga, cuatro rodajas de tomate y unos aritos de cebolla. Vamos, que nos lo presenten como un smiley burger. Y o te la tragas o te quedas sin comer.

 

Sirvan estas palabras como la reflexión simple de un yonki que no puede vivir sin su dosis de narrativa fantástica y que, de vez en cuando, se da cuenta que parte del material que le pasan está adulterado. Patelea, grita en silencio, refunfuña... y se mete el chute sin resistirse. Es triste, pero, como dije antes, no queda otra.

© Ignacio Illarregui Gárate 2005
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