El jardín de Suldrun |
Habría que poner a algún teórico de la literatura fantástica a indagar en las revistas de mediados ochenta para buscar alguna entrevista, crítica o artículo que nos alumbrase sobre el bendito motivo que llevó a Jack Vance, un escritor al borde de la "jubilación", con una carrera en pleno "ocaso", que había cultivado exclusivamente la ciencia ficción aventurera y el género policiaco, a escribir los tres libros que configuran la serie de Lyonesse, iniciada con este El jardín de Suldrun; una historia que se alejaba casi por completo de los escenarios habituales en los que se había desenvuelto durante su carrera. Digo "casi" ya que, haciendo un análisis estricto de su bibliografía, sí que se encuentran ecos que lo hacen menos extraño. Ahí está la saga de La Tierra moribunda, donde aparecen elementos bastante comunes en la fantasía heroica, como los magos en busca de objetos que mejores su conocimiento de las artes "arcanas" o pícaros recorriendo mundo en búsqueda de un botín que les garantice un buen nivel el resto de sus vidas. Tampoco conviene olvidar dos novelas cortas como "El último castillo" o "De hombres y dragones", ganadoras de sendos premios Hugo, que por ambientación y desarrollo recuerdan tramas típicas de este subgénero. Sin embargo todos eran encasillables como ciencia ficción; los seres y sucesos presentes en ellos se afrontan desde una perspectiva supuestamente "racional", careciendo de elementos sobrenaturales. Lyonesse es algo completamente diferente. La trilogía formada por El jardín de Suldrun, La perla verde y Madouc entra de lleno en el terreno de la fantasía medieval, esa donde las hadas se cruzan en el camino de nobles de rancio abolengo; reinos eternamente enfrentados conviven en una delicada paz que amenaza con romperse en cualquier momento; objetos mágicos de extrañas propiedades cambian la vida de aquéllos que se encuentran con ellos; o hechiceros celosos de sus secretos confrontan sus poderes en luchas que duran decenas de años. Sólo que Vance, lejos de acudir a una o dos fórmulas determinadas, participa de una variada gama de fuentes que convierten su obra en un tapiz rico, alegre y vital que trae a la memoria incontables referencias. Como es bueno acudir a los que realmente saben, quién mejor que Alfredo Lara, antiguo editor del fanzine Opar y director de la colección de novela histórica de Valdemar que, en su presentación de La perla verde, resume de la siguiente manera lo que se puede encontrar en estos libros: Si hubiera que relacionar la trilogía de Lyonesse con alguna de las muy variadas estirpes temáticas que componen la actual literatura fantástica, nos veríamos en un aprieto y no por falta, sino por exceso. Quizá lo mejor que al respecto puede decirse de Lyonesse es que «tiene que ver con todo y no se parece a nada». En sus tres volúmenes hay multiversos, avatares y cinismo como en Moorcock; humor y aventura como en Leiber; escenarios de mundo desaparecido a lo Howard; relatos feéricos como los recogidos por Yeats, o los que sirven de base a Machen y Burnett Swann; coexistencias de mundo humano y prehumano como en Pat O’Shea o en el Poul Anderson de La espada rota; cuentos de príncipes, princesas, niños, brujas y amores imposibles que parecen sacados de Madame D’Aulnoy, Andersen o los hermanos Grimm; tema artúrico como puedan haber escrito desde Mary Stewart hasta Marion Zimmer Bradley, e incluso guiños y bromas a lo Von Däniken. A este conjunto hay que sumarle que su argumento está situado en una época y un lugar geográfico conocidos, la Europa occidental en algún momento de la alta edad media, y se pone en juego un mito tan arraigado como el de la Atlántida, transformada aquí en las Islas Elder, un conjunto de reinos situados entre el mar Cantábrico, la cosa francesa y el sur de las islas británicas. Todo ello confluye en un conjunto homogéneo, bien cocinado, quizás no muy bien servido, que rápidamente gana la complicidad del lector y compone una de las lecturas más compulsivas que se pueden conseguir hoy en día. Centrándonos en El jardín de Suldrun, a diferencia de muchos primeros volúmenes de series que se escriben hoy, Vance se dedica a algo más que a poner las fichas en el tablero y plantear sus comportamientos. Nos lleva por gran parte de la geografía de sus Islas Elder; hace que los personajes cambien y les ocurren miles de cosas; introduce mucha acción, intriga, reflexión, traiciones, sorpresas, decenas de encuentros casuales y causales; hay unas gotas de violencia y sexo siempre implícitos;... Y lo culmina cerrando la mayoría de los hilos trabajados a la vez que se dejan abiertos los que van a lanzar la siguiente entrega, algo que satisface porque el lector no se queda completamente colgado, y deja con el gusanillo de saber cómo discurrirá el futuro. Llama la atención su condición de novela coral, algo poco común en el autor. Existe un protagonista más o menos claro: el príncipe Aillas de Troicinet, que atiende a las características del héroe Vanciano. Se encuentra enfrentado a numerosas contrariedades, surgidas de la ambición y la avaricia de los que le rodean, posee una sagacidad a prueba de bombas, es un hábil conversador, se mueve entre la rectitud de su honor y la venganza contra aquellos que se han hecho sufrir, se muestra piadoso antes los valientes,... Pero no por tener esa condición protagónica monopoliza toda la atención. Así se siguen muy de cerca los complots tejidos por el maquiavélico rey Casmir de Lyonesse, siempre acechando en la sombra para hacerse con el gobierno de las Islas Elder; el melancólico encierro que sufre la princesa Suldrun entre los muros su castillo; la mágica rivalidad establecida entre el poderoso Murgen y su opuesto Tamurello, en la que toman parte activa sus alfiles Shimrod o Faude Carfilhiot;... Todas estas historias se van sucediendo a un ritmo endiablando, concatenando escena tras escena en una secuencia que puede llegar a resultar estresante, hasta el punto de que a veces se necesitaría algún respiro. También se echa en falta un poco más de imaginación por parte de Vance a la hora de establecer la estructura de su obra. Las historias se van sucediendo en pequeños arcos que se centran en una de las acciones, que suelen englobar a uno o dos personajes clave, y se prescinde del resto. El lector se vea recompensado ya que va siguiendo un conjunto de aventuras interesantes durante un buen número de páginas, pero se produce un desfase cronológico respecto a otros de los arcos que se mantienen abiertos. Eso le obliga a tirar hacia atrás la flecha del tiempo para, cuando pasa al siguiente personaje, narrar hechos que han quedado en el pasado, dejando un marco temporal no muy bien establecido y un leve desajuste situacional. Esta ligera contrariedad no impide disfrutar del conjunto, en el que es necesario destacar la habilidad de Vance con los diálogos, continuos duelos de ingenio, rápidos, inteligentes y siempre abiertos al humor; o su manera de enfocar en estas mágicas tierras temas tan diversos como las transacciones comerciales, la satisfacción de los deseos más primarios o la cristianización, realizada muchas veces por santos que sufren peculiares martirios. Sobre la edición de Gigamesh, el cúmulo de alegrías es tan alto que uno no sabe si felicitarles primero por reeditar una serie largamente buscada, hasta el punto de que cada volumen se podía llegar a cotizar a más de 50 €; haber puesto en circulación los tres libros a la vez, con lo que de golpe y porrazo se consigue toda la obra; el precio al que ha salido, unos 15 € por unidad, algo cada vez más difícil de encontrar en el mercado actual; el imponente aspecto externo de cada volumen, cuidado hasta el más ínfimo detalle, y donde deslumbran las tres portadas y las tres contraportadas que, además de referirse al contenido interno, forman sendos trípticos realmente fantásticos; o el interior, todo un ejemplo de coherencia y dedicación. Desde luego está claro que está lejos de ser una lectura perfecta, pero el inmenso caudal de historias que canaliza y su potencial para el entretenimiento hacen de este El jardín de Suldrun una buena piedra de toque. Sobre todo si se lee con un poco de indulgencia. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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