El vino del estío |
Hay cosas que con el pasar de los años y los frenéticos cambios que se producen a nuestro alrededor estamos perdiendo; usos, costumbres y ritos que formaron parte de nuestras vidas van introduciéndose en el baúl de los recuerdos abocados a desaparecer, tragados por ese futuro que ya está aquí y que no respeta nada. Un elemento en vías extinción son los veraneos en el campo, esos periodos que muchos niños urbanitas pasábamos alejados de las ciudades, dejados al cuidado de nuestros abuelos o tíos en un entorno antitético respecto al que vivíamos cotidianamente. Un lugar donde se descubría que el tiempo transcurría de otra forma, los paisajes tenían otros colores, texturas y olores, los sonidos perdían los timbres metálicos transformándose en una sinfonía orgánica, y la naturaleza llenaba hasta el más ínfimo resquicio. Haciendo una analogía con el mundo de la literatura, hay otros libros que se están perdiendo. Historias sencillas, evocadoras, tristes, "inocentes", repletas de descubrimientos,... Historias construidas a base de pequeños pasajes que forman un todo más grande. Historias que simpatizan con tradiciones que, hayamos vivido o no, no se nos hacen extrañas y tocan un resorte escondido de nuestra imaginación. Historias como las que recoge este libro, un puente entre el mundo actual y un pasado que ya casi se ha perdido... y que conviene recuperar. Aunque sólo sea para darse a la nostalgia o descubrir sensaciones transmitidas con la clarividencia que sólo los consumados contadores de historias poseen. Justo ahí se sitúa el corazón de El vino del estío. Un cúmulo de vivencias experimentadas por Ray Bradbury durante los cálidos veranos que pasaba en el Medio Oeste de EE.UU., adornadas con los colores que surgen de la imaginación de la infancia y el sutil hecho fantástico del que está acostumbrado a deformar ligeramente la realidad; aunque en esta ocasión ésta traslocación es tan leve que resulta casi inexistente. Todo gira alrededor del vino del estío, un licor destilado a lo largo de todo un verano a partir de los dientes de león y que almacena la esencia del día en que se produjo. Convenientemente etiquetado y almacenado, sirve para traer a la memoria esos instantes que se han ido perdiendo entre los recovecos de la memoria. De su mano surge el libro, las correrías de Douglas Spaulding por un pueblo del estado de Illinois durante el verano de 1928, construidas a imagen y semejanza del propio vino de diente de león: un cúmulo de pasajes que nos llevan por los descubrimientos que realiza, los personajes que conoce, las revelaciones a las que llega,... mientras vive y disfruta de su particular dolce far niente. La asunción de lo que significa estar realmente vivo, el paso del tiempo, la muerte, la búsqueda de la felicidad, la pérdida de seres queridos, la soledad asociada a ello,... son explorados desde la perspectiva típica de Bradbury, intensa, naturalista, nostálgica,... Ahí están la importancia de nuestros mayores como receptáculo de un pasado que parece destinado a perderse, un omnipresente tono antitecnológico en el que anida un oculto miedo al progreso y al uso del que puede hacer de él la humanidad, la fascinación por todo aquello que despierta la imaginación, una melancolía muy eficaz que lo impregna (casi) todo, ensoñaciones ligeras pero potentes... Y la mirada inocente e ingenua que sólo se tiene en la niñez. Quizás la traducción se haya quedado un tanto vetusta. Normal si estamos ante una edición realizada en Argentina hace más de cuatro décadas, con algunos giros y modismos poco neutros. Pero de ninguna forma impide que El vino del estío sea uno de esos libros fundamentales para descubrir ese pedazo de nuestra infancia que casi hemos perdido. Porque, independientemente del lugar de donde seamos, hay aspectos de nuestras vidas que no dependen ni de la cultura donde nos hayamos criado ni de cómo fuese nuestro entorno. Un árbol, un campo verde (o dorado), un par de amigos, la edad justa y la ausencia de responsabilidades conducen a lo que Bradbury atrapa en este libro. El hecho de estar vivo y tener todo un mundo que descubrir. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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