La estación de la calle Perdido 
China Miéville
La factoría de ideas
Perdido Street Station
2000

Diciembre de 2001
Traducción de Carlos Lacasa Martín y Manuel Mata Álvarez-Santullano
592 páginas
Ilustración Ludolivic Moulin / John Lofaso

No puedo escapar a mi condición de ser humano ni a una de las costumbres más irresistibles, esa necesidad de poner etiquetas a todo lo que nos rodea. En el caso de la narrativa fantástica esta labor es a priori bastante fácil, sobre todo porque las líneas que separan los tres géneros que se engloban dentro de ella están perfectamente delimitados. Sin embargo de vez en cuando surge un rara avis que dificulta la tarea al navegar en las procelosas aguas de la literatura a caballo entre géneros. Un ejemplo claro es El libro del sol nuevo, la impecable obra maestra de Gene Wolfe cuyos elementos cuasi medievales hicieron pensar a muchos que estaban leyendo fantasía cuando, realmente, era una sólida historia de ciencia ficción, perfectamente racional. Veinte años después China Miéville nos ha puesto en la misma situación con La estación de la calle Perdido, que a pesar de ser una obra imperfecta merece la pena paladear con detenimiento.

El libro parte con la baza de haber arrasado en el Reino Unido en el año de su publicación, consiguiendo unas ventas sólo superadas por los inalcanzables fenómenos de Harry Potter y ESDLA. Cierto es que la igualdad entre ventas y calidad hace más agua que el Titanic en su momento de zozobra, pero si a esto le sumamos que ganó el Clarke del año pasado y que ha encabezado las recomendaciones de la librería Amazon, tenemos ya unos indicios suficientemente fundados. ¿Y qué es lo que nos encontramos al abrir sus páginas y comenzar su lectura? Una obra merecedora de todos estos elogios, e inmensa tanto en tamaño como en resonancia.

 La estación de la calle Perdido es en principio una buena novela de ciencia ficción al envolverte en un escenario extraño y, al mismo tiempo, perfectamente racional. Pero juega también con una elevada cantidad de ingredientes meramente fantásticos, como una magia claramente acientífica (llamada taumaturgia), una amplia galería de seres de ensueño y pesadilla, y algunas argumentaciones abiertamente fantacientíficas sin demasiado pie ni cabeza. Por si esto fuera poco funciona de forma muy efectiva como una historia de terror, sobre manera desde el momento en que aparece el gran y casi invencible enemigo al que hay que derrotar para salvar la ciudad.

Está escrita con una prosa densa y descriptiva que surge de la amalgama de toda una serie de escritores que Miéville ha devorado con pasión. Kafka, Peake, Banks, Moorcock, Brust, Tiptree Jr., Gibson o Sterling se dan claramente la mano en gran parte de sus pasajes, que destilan un aroma a sana arrogancia no exenta de pretenciosidad, un pecadillo venial si se tiene en cuenta el objetivo que se ha propuesto. Mientras otros escritores buscan y consiguen construir ambientes extraños creíbles, él no se conforma con eso. Su intención es conseguir que seamos capaces de captar el entorno donde se desarrolla la historia con todos los sentidos, imbuirnos en su realidad hasta que anegue nuestras percepciones. Y doy fe que lo consigue.

Toda la novela transcurre entre los límites de Nueva Crobuzón, una ciudad viva e inmensa sacada del Londres victoriano de finales del siglo XIX, enriquecida con certeros brochazos de la mejor literatura fantástica. Sus calles están plagadas de suciedad, humo, polvo de carbón, miseria, conflictos sociales, mafias, criminales, sindicalistas, represión brutal, artistas bohemios, una administración corrupta y una oligarquía conspirante. Pero en ella también pueden encontrarse científicos multidisciplinares jugando con la propia naturaleza de las cosas, extrañas drogas que despiertan vívidos sueños, máquinas diferenciales entresacadas de los inconclusos trabajos de Babbage y una tecnología que funciona al ritmo de los pistones accionados por una caldera de vapor.

Otro ingrediente igual de importante es la presencia de los llamados Xenianos, toda una serie de razas perfectamente definidas que enriquecen increíblemente la fabulosa ambientación de Nueva Crobuzón. Para proceder a su creación Miéville parte de la imaginería de varias mitologías como la Egipcia o la Rusa, aderezándola con unos eruditos conocimientos de zoología y una desbordante imaginación, creando varias especies de una verosimilitud extrema y muy bien integradas en el engranaje de la historia. De entre todas ellas hay una que merece la especial atención del autor, los khepri, cuya morfología, hábitos y forma de comunicación son descritos con una precisión enfermiza. Aparecen como una raza inteligente formada principalmente por hembras, con el torso humano y por cabeza el cuerpo de un escarabajo. Al carecer de cuerdas bucales para producir sonidos, tienen que comunicarse mediante un lenguaje de signos realizados por sus patas. Mientras, los machos tienen únicamente el cuerpo de un insecto, y viven con el único fin de reproducirse mientras son cuidados por sus "compañeras".

Afortunadamente, Miéville no se limita estos aspectos meramente fisiológicos sino que, a la manera de los buenos entomólogos, nos aporta una cantidad increíble de información tanto de sus hábitos y costumbres, como de la sociedad que han construido en sus guetos de Nueva Crobuzón. Con la conjunción de estos factores, y muchos otros que obvio para no convertir esto en una reseña río de tamaño proporcional a la novela, se produce la sensación de que estamos ante algo tan vivo y real que puede ser captado por todos nuestros sentidos.

También es cierto que a lo largo de ella se pueden encontrar pequeñas trabas que la alejan bastante de la perfección. Para empezar es demasiado larga. Fácilmente se le podrían haber depurado 200 páginas sin que perdiese ni un sólo ápice de los valores que tiene. Casi toda la primera mitad del libro funciona bien como presentación, pero no aporta casi nada al argumento general que después va a desarrollar. Además te deja con la impresión de que Miéville no sabe cómo cerrar las tramas ahí abiertas (la de las alas del Garuda y la escultura khepri son los ejemplos más claros).

Ésta sensación se ve acentuada con las numerosas trampas a las que acude para salvar a sus personajes. Los pone en una situación complicada de la que no pueden salir por sí mismos y alguien siempre acude a su rescate, como si estuviésemos en un tebeo de superhéroes o en una película del séptimo de caballería. Además causa un poco de risa ver cómo muere la primera polilla después de todos los infructuosos intentos por conseguirlo (es de dibujo de la Warner)

Y como estamos hablando de un libro de La Factoría no podemos aludir a su sempieterno talón de aquiles. La calidad de la edición. Como el libro es extenso y se quería aprovechar la campaña navideña para conseguir unas ventas mayores, han decidido utilizar dos traductores para acortar los plazos, opción respetable si el trabajo es conjunto. Pero parece ser que lo único que han hecho es dividirse el trabajo como si fuesen a repartir un pastel. Esto se nota porque ciertos términos que se traducen acertadamente en una parte del libro en otra aparecen de manera defectuosa. Además ciertas frases y vocablos no han sido vertidos a nuestro idioma de la manera más apropiada.

Como muestra un botón. El consejo de constructos pronuncia un casi obligado "Computo luego soy", que es una traducción literal de "I compute therefore I am". Como todo el mundo puede adivinar, está sacado de la famosa frase de Descartes "Cogito ergo sum", que en inglés toma la forma de "I think therefore I am". Yo pregunto por qué no traducirla de la manera que todo el mundo conoce en nuestro idioma, y dejarlo como "Computo luego existo".

Pero este no es un error achacable a sus traductores, que seguro que suficiente tuvieron con poder tenerlo todo a tiempo. Los responsables son los encargados de revisar el texto, los correctores de estilo, por no pulir como deben todos estos errores. Y su dejación de funciones (suponiendo que existan) es irrefutable. Sólo hay que contemplar, además, los omnipresentes fallos de correspondencia en el género, vocales cambiadas,... Y esto, en un libro que cuesta la nada despreciable cantidad de 27 € es imperdonable.

Seguro que ahora todo el mundo se está realizando la pregunta definitiva. ¿Merece la pena el realizar el esfuerzo económico que supone su compra? Abiertamente sí. Cierto es que si pasamos una vez por el aro quizás los editores se aficionen a poner el precio a esa altura y lo que pudiera ser una excepción se convierta en una regla. Pero no es menos cierto que pocas veces los lectores tenemos a nuestro alcance una obra de este calibre, tan inmersiva como estimulante. Por eso, aunque no decidáis comprarla, haced lo que sea para leerla. Pedirla prestada, como regalo, iros a la FNAC,... Estoy convencido que no os arrepentiréis.

© Ignacio Illarregui Gárate 2002
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