Sherlock Holmes y
las huellas del poeta |
Gracias a la buena respuesta del público a la reedición de Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos, Rodolfo Martínez ha podido disfrutar de su pasión por el personaje "traduciendo" un segundo pastiche: éste Sherlock Holmes y las huellas del poeta que acaba de publicar Bibliópolis. El argumento está ligado al anterior libro, por lo que aun habiendo varias rememoraciones de lo allí ocurrido (y lo que acontece en el pastiche de Rafael Marín, Elemental, querido Chaplin) se hace casi imprescindible su lectura para degustarlo en mejores condiciones. De nuevo es la búsqueda del Necronomicón la que guía a los personajes, enfrentados a una logia hermética intrigante que desea devolver a nuestro mundo a los primordiales lovecraftianos. Una búsqueda que tiene lugar durante el año 1938 en una España asolada por la Guerra Civil. Llaman poderosamente la atención las diferencias frente a La sabiduría de los muertos que le proporcionan un cariz diferente. Ya no es Watson el que narra las andanzas de Holmes (en esta época el buen doctor llevaba muerto unos años), sino un nieto de la señora Hudson, corresponsal de guerra y agente secreto del MI ¿5 o 6? británico. Otra voz que al interaccionar con el genial detective da lugar a unas situaciones a ratos diferentes a ratos similares (hay que permitir el lucimiento de Holmes). Igualmente la historia ha ganado en "amplitud". No encaramos una investigación por las calles de Londres sino que se van sucediendo los viajes por España o, en un flashback a mitad de novela, por los EE.UU., habiendo más gotas de acción y de viaje y alguna menos de reflexión. Sin embargo, su rasgo definitorio más acusado radica en que lejos de pasar como una novela de Doyle como la anterior, por su manera de imbricarse en el canon y la contención con la que estaban tratados tanto los temas fantásticos como las apariciones estelares de personajes ajenos al cuerpo central de las historias Holmes, aquí estamos ante una explosión de guiños literarios, cinematográficos, históricos y tebeísticos de dimesiones colosales. Por sus páginas se citan o aparecen Rick Blaine, Serrano Suñer, Mycroft Holmes, Winston Churchill, George Smiley, Clark Kent, Frank Cappa, Francisco Franco o Howard Philips Lovecraft. Y algunos de ellos tienen un papel que va más allá de las habituales dos páginas con diálogo, convirtiéndose en secundarios de lujo que participan y condicionan el desarrollo de la trama. Eso dota a Las huellas del poeta de otra textura que, aun siendo un homenaje a la obra de Doyle, es bastante diferente, lo que puede no ser del gusto de algunos lectores por lo gratuito de parte de estos guiños. Pero he de decir que en mi caso han funcionado a pedir de boca. El curso narrativo se ha convertido en una de esas paranoias históricas a lo Tim Powers, con una explicación de la Guerra Civil en clave fantástica que si bien no es tan contundente como acostumbran a ser los delirios del estadounidense (normal, puede tirarse cuatro años preparando sus complejos engranajes pseudohistóricos), resulta consistente. De hecho la circunstancia de que el argumento esté situado en dicho periodo histórico, la sencillez y amenidad con la que se trata, las participaciones de los caracteres mencionados anteriormente, la agilidad de los diálogos y el desarrollo de la trama hacen de Las huellas del poeta una excelente herramienta para acercar lo fantástico al gran público, mucho más atractiva y más conseguida que el reciente premio Minotauro, con el que Martínez seguro se ha enbolsado una cantidad de dinero muy superior y llegado a un sector de lectores más amplio, pero que, a mi modo de ver, es una obra fallida y carente de pegada. Eso sí, personalmente me vuelvo a encontrar con una característica que ya me he topado en otras novelas de Martínez (es una de sus marcas de fábrica) y que amenaza con sacarme por completo de la lectura. Me refiero a las múltiples frases hechas con las que homenajea a sus iconos referenciales (los títulos de algunos capítulos; la famosa cita de Whitman que le define; "Aún no he salido de escena y ya te han entrado delirios de grandeza"; tantas otras visibles casi en cada página) o los nombres de personajes que suenan estridentes (esos Oliver y Hardy como guardianes del secreto bajo el Alcázar de Toledo). Quizás porque, como comparto gran parte de esos referentes, lo veo demasiado evidente, poco elaborado, nada retocado y fuera de lugar. Aunque no sé si será algo único porque, como ya me ocurrió con El sueño del Rey Rojo y su guiño a Matrix, el común de los lectores suele disfrutarlo bastante. Por último, hay una serie de expresiones puestas en boca del autor de la crónica que suenan extrañas en un anglosajón, por muy hijo de española que sea. Sentencias como la que define a Franco como buen gallego o la que describe el gusto de cierto soldado por ir a un parque a "pelar la pava" son demasiado cañís para un inglés serio y un tanto introvertido. Cosas de la "traducción". En resumen, a pesar de no ser lo mismo, no desmerece para nada a La sabiduría de los muertos. Si gustó, esta nueva aventura creo que no decepciona. Por cierto, la portada de Alejandro Terán es soberbia. Ha pasado año y medio desde su irrupción como portadista en las colecciones que publican literatura fantástica y, por lo que veo, su progreso es acojonante. ¿Tiene límites? |
© Ignacio Illarregui Gárate 2005
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