El nombre de la rosa 
Umberto Eco
Círculo de lectores
Il nome della rosa
1980

1984
Traducción de Ricardo Pochtar
455 páginas
Fotografía F. Catalá Roca

Tengo una cierta prevención a la hora de hablar sobre algunas obras, como ésta que ahora comento, básicamente porque no me siento capacitado al carecer del bagaje cultural necesario para hacerlo con una relativa soltura y profundidad. Puedo escribir sobre narrativa fantástica no porque la considere infraliteratura, tal y como hacen el 99.99% de los intelectuales de este país. Es Literatura con L mayúscula de la que hablo porque después de muchos años de haberla leído en gran cantidad puedo decir que tengo conocimiento de causa y una cierta autoridad (eso sí, siempre con mi desgarbado estilo y particular punto de vista).

Pero con otras obras, como con las que he estado ocupado últimamente de escritores como Faulkner, Borges o Byron, no puedo hacer lo mismo, no porque las considere superiores (que lo son) sino porque lamentablemente no he leído lo suficiente como para poder haberme formado una opinión bien cimentada, sobre todo por lo deficiente de mi formación. Soy un autodidacta y con este tipo de autores todavía tengo mucho que aprender para hablar sobre ellos. También entiendo que no tiene mucho sentido que en mi página comente, por ejemplo, libros como Cien años de soledad, Absalón!, Absalón! o Historia universal de la infamia, sobre las que tanto se ha escrito y ninguna luz podría aportar. Sin embargo con El nombre de la rosa hago una excepción. Al fin y al cabo es una de mis obras preferidas y que leí cuando apenas contaba con 12 años.

No quiero alardear de precoz ni echarme flores, cosa que por otro lado nunca me ha gustado demasiado. Pero es un hecho que con esa edad leí por primera vez esta novela y caí completamente preso de su innegable encanto. Es cierto que en aquella primera lectura no conseguí abarcar ni el 30% de todo lo que Eco esboza en la obra. Sin embargo la fuerza de los personajes, sus personalidades, la brillantez de la trama, la musicalidad de los nombres, el ambiente de la abadía,... hicieron que no pudiese olvidarme de lo que encerraba. En ése momento no supe apreciar partes de la trama o ciertas descripciones que, por exhaustivas y completas, hacían que pasase por encima de ellas sin recrearme en lo que estaba contando. Sin embargo ahora, con un par de lecturas más y después una decena de años, no sólo he vuelto a caer preso sino que además me ha descubierto que hay historias que no es necesario que sean prodigios narrativos para resultar atrayentes, que hay valores que ciertos escritores saben proporcionar a sus escritos y que los hacen refulgir por encima del resto.

Umberto Eco no me parece buen contador de historias, desde la perspectiva más clásica de este concepto. No me crucifiquen todavía, déjenme explicarme. Considero que un buen narrador, aparte de ser aquel capaz de mantener tu atención sobre todo aquello que está contando, sabe dotar a su historia de una cierta homogeneidad, un equilibrio estable entre los pasajes meramente descriptivos y los que se emplean para hacer avanzar los acontecimientos, cosa que en sus novelas no ocurre nunca, seguramente porque no es su intención. Pero tiene unos valores como narrador que muy poca gente tiene.

Para empezar es completamente asimétrico. Tan pronto esboza un ambiente en un párrafo como dedica 6 páginas a describir hasta la última figura que aparece en el pórtico de una iglesia. Esto, que en principio puede suponer un grave lastre para cualquier otro narrador, resulta en él fascinante e hipnotizante. Los diálogos que establecen sus personajes muchas veces toman dimensiones grandilocuentes, exponiendo todos sus razonamientos con pelos y señales en larguísimos cuasi monólogos de una bella erudición y que, a pesar de saber que las personas cuando hablan no lo hacen de esa manera, suenan completamente creíbles. Además gusta de meter al lector en la propia historia. En este caso Adso, el joven monje que narra los acontecimientos, juega el papel de observador de lo que pasa a su alrededor formando parte de la trama pero siendo, en la medida en que esto siempre es posible, objetivo. Y, por encima de todo esto, Eco es un espléndido fabulador a la antigua usanza que, sin formular ningún tipo de conclusión, deja estas servidas en bandeja para que seamos nosotros los que las hagamos.

El nombre de la rosa tiene además múltiples lecturas. La más evidente, la superficial, es la trama de misterio que envuelven los asesinatos que se producen en la abadía. Hasta cierto punto estamos no ya en un polar de la edad media sino ante una auténtica novela negra en la que tanto las bajas pasiones como el afán de conocimiento son los motores de todos los acontecimientos. Es una novela de género histórico que además de describir de una forma muy completa el funcionamiento de una abadía benedictina del S-XIV, cuando su importancia como núcleos del conocimiento empezaban a declinar en favor de las ciudades, a su particular manera trata los convulsos años en los que la ortodoxia católica se las tenía que ver con todas las corrientes heréticas que surgieron en este período.

Funciona también como relato de las luchas internas que ha habido dentro de la Iglesia entre las diferentes formas de entenderla, en este caso centrada en las dos órdenes más importantes de aquella época  cuando intentaban imponer sus posiciones y creencias. También es un alegato en contra de la destrucción del conocimiento y de la censura, de la necesidad de poder acceder a cualquier tipo de saber independientemente de que este sea considerado como bueno o malo. Pero por encima de todo es un impresionante fresco sobre La Condición Humana, de cuáles son nuestras motivaciones, nuestros deseos, nuestras contradicciones y nuestras respuestas ante lo que desean los demás.

Pero intentar reflejar algo tan sumamente complejo y reflexivo en unos pocos párrafos es algo abocado al fracaso, sobre todo por que tanta riqueza no se puede ver confinada a tan breve espacio. No se puede hacer justicia a esta novela que ha pasado por méritos propios a ser una de las más importantes escritas en el siglo pasado, si no la más grande (Ulises es una alpargata pesada y aburrida en comparación, además de un paquete mortal). De lectura absolutamente imprescindible.

© Ignacio Illarregui Gárate 2001
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