Cielo de
singularidad |
El escritor Vernor Vinge, autor de novelas como Naufragio en tiempo real, Un fuego en el abismo o Un abismo en el cielo, acuñó a mediados de la década de los 90 el término singularidad tecnológica para referirse a un futurible salto cultural producido por la consecución de la primera IA, la fabricación de un computador cuántico o las previsibles manipulaciones biológicas que mutarían por completo la forma y capacidades de nuestro cuerpo. Estas hipotéticas circunstancias ocasionarían una serie de alteraciones de lo que ahora entendemos por humanidad que resulta complicado precisar en qué desembocarían. La ciencia ficción, en su presumible papel (que no siempre cumple bien) de ir previendo estos asuntos, lleva tratando la singularidad desde hace décadas. Pero ha sido en los últimos años cuando comienza a ser habitual encontrárselo en diversas obras. Así, Bruce Sterling tiene una serie de relatos enclavados en el denominado universo formador-mecanicista donde se postula un transhumanismo en el que nuestra especie se escindiría en dos ramas, una más apegada a la parte tecnológica, que utiliza todo tipo de herramientas para potenciar las capacidades del ser humano, y otra más biológica, que usa para conseguir el mismo fin la ingeniería genética, a un nivel ahora mismo impensable. Hay otros ejemplos que, sin ir tan lejos, hacen uso de este concepto para mostrar ese salto que nos acecha, quien sabe si a lo largo del presente siglo. Entre ellos se sitúa Cielo de singularidad, del novísimo Charles Stross, que ha tejido alrededor de suyo su primera novela. En algún momento del siglo XXI la humanidad sufre una singularidad, aunque en este caso "externa". Una inteligencia omnisciente de origen desconocido, el Escatón, coge al 90% de la población que habita la Tierra y la esparce por la Galaxia a los cuatro vientos, agrupándola en diversos mundos según la cultura de donde provenga. Y proporciona unas nanofactorías que, a modo de cornucopias, pueden sintetizar lo que se quiera. A cambio, prohíbe un conjunto de comportamientos entre las cuáles sitúa la violación de la causalidad; verbigracia, el viaje en el tiempo. Todo aquél que quebrante estas reglas grabadas en la piedra se atiene a la destrucción de una esfera de varios años luz en torno al lugar donde se produzca la infracción. En su diáspora, los seres humanos tardan varias decenas de años en alcanzar el desarrollo que tenían en la Tierra, y con el paso de los siglos se vuelven a encontrar, habiéndose fragmentado en diversas formas de gobierno. Cuatro siglos después de esa primera singularidad, en el Planeta de Rochard, un mundo situado en la periferia de la denominada Nueva República, comienzan a llover (literalmente) teléfonos que ofrecen a sus habitantes cualquier deseo a cambio de una simple historia. Este extraño maná del cielo ha sido enviado por un conjunto de seres conocidos como El Festival, que viaja por el universo captando pura información para alimentar sus ingentes bases de datos. Los cambios que producen en Rochard debido a su "altruismo" en la forma de pago son tales que suponen una violenta revolución que acaba con el sistema sociopolítico establecido en el planeta. La Nueva República es un estado creado por descendientes del pueblo ruso, que han erigido una sociedad monárquica muy jerarquizada, a imagen y semejanza de la que había en la antigua Rusia antes de la revolución de octubre, con una serie de estructuras que recuerdan las herramientas más represivas del stalinismo salvaje y donde la tecnología más avanzada está proscrita. El cambio está vedado a un pueblo que es controlado al centímetro para que no se desmande. Así, envían hasta Rochard una flota de castigo al mando de un almirante chocho perdido, en un viaje que va a poner a prueba la prohibición dejada cuatro siglos atrás por el Escatón. A bordo van dos terráqueos, un ingeniero y una agente de las Naciones Unidas, que tendrán que obrar en la medida de sus posibilidades no ya para no perder la vida, sino para que no se volatilicen varios miles de millones de seres humanos. Como se puede leer, las ideas que utiliza Stross son atractivas, y con ellas levanta un conjunto imaginativo donde abundan los cachivaches avanzados, situaciones que fuerzan al máximo los conceptos científico-tecnológicos con los que podamos estar familiarizados y un choque cultural muy bien llevado, ya sea entre el Festival y los habitantes del Planeta de Rochard, entre el Festival y las fuerzas expedicionarias que quieren acabar con él o entre la Nueva República y los habitantes de la Tierra. Aunque bien es cierto que tampoco se puede decir que sea muy original. Si se obvia todo lo asociado a la singularidad, cosa que es bastante fácil ya que por momentos desaparece de la narración, estamos ante una space opera deudora de La paja en el ojo de Dios, donde los marines americanos han desaparecido y la raza alienígena de los pajeños se ha permutado por unos extraterrestres de otra índole, más acordes con el sino de los tiempos, con su propia cultura y modo de hacer las cosas. Igualmente, como Stross es una especie de gurú del software libre, se aleja del discurso carca de Niven y Pournelle escorándose hacia la izquierda, y realiza una aceptable crítica contra todo tipo de sistema que intente controlar el flujo de información, abundando en un humor inteligente y resultón. Especial atención merecen unos entes que viajan con el Festival, llamados Críticos, que aplican al ser humano un trasunto del test de Turing para averiguar si somos o no inteligentes. E imbricada en esta receta, casi tan antigua como la propia ciencia ficción, tenemos otra: la historia de elementos subversivos, a mitad de camino de una película de James Bond y un libro de John Le Carré sin mucha complicación, que tienen que vérselas con los peores individuos de las castas guerreras de la Nueva República para llevar a cabo su misión. Que, en el fondo, es salvar a este estado y al resto de la humanidad de su ingenua y pacata visión del universo. No obstante, después de un arranque y un ecuador plenos de detalles, con ritmo, bien llevados y donde se observa una adecuada dosificación de la trama, comienzan a irrumpir incongruencias que amenazan seriamente el acabado. No solamente por cómo, sin que venga muy a cuento, Stross se sirva Escatón o de tecnologías insospechadas como socorrida ayuda cuando es necesario sacar a los protagonistas del callejón en el que se han metido; dentro del argumento tiene un pase (aunque lo de cómo uno de los personajes, en pleno siglo XXV, conoce el Morse es de pura vergüenza ajena); ni de su nula capacidad para darle interés a las acciones de guerra que ocurren a bordo de la la nave Lord Vanek. Me refiero a un auténtico festival (nunca mejor dicho) de absurdeces que se acumulan a medida que se acerca el clímax, donde detalles como la imbécil supervivencia de un personaje que debiera haber muerto (únicamente para que los "sagaces" protagonistas puedan sermonear con todo lo ocurrido al tontito de turno, no vaya a ser que el lector no se haya enterado), la irrupción de un hijo perdido (recurso de esos de ir a mear y no echar gota) y otras sandeces del mismo pelo dejan con la boca abierta. Y es una pena, porque si no fuese por este vahído de las últimas 125 páginas, estaríamos ante una satisfactoria heredera de la obra más divertida del tándem Niven Pournelle, vista bajo el prisma de un anarquista defensor del libre acceso a la información. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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