El hombre en el laberinto
Robert Silverberg
Bruguera
The man in the maze
1969
1976
Traducción de Beatriz Podestá

252 páginas
Ilustración de Scevola

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Seguir la carrera de un determinado autor en lo que podríamos llamar tiempo real, respetando el orden cronológico en que fueron escritas sus obras, permite valorarla de una forma más ecuánime; se contempla su evolución, su progresión, los retrocesos, el afianzamiento de la voz y el discurso,... Hacerlo a salto de mata, según vas consiguiendo sus libros, sin orden ni concierto, propicia que pierdas objetividad, sobre todo si lo primero que afrontas son las novelas de madurez y después recuperas las que podríamos de llamar de transición.

Este comentario no es gratuito; me sirve para poner de relieve lo mediatizada que se encuentra mi lectura de esta novela. Llevo año y medio comentando los libros de Robert Silverberg escritos durante su memorable etapa nueva olera y mi opinión está condicionada por el escaso orden que he ido siguiendo. Su consabida repetición de esquemas, un escenario de cartón piedra, un trabajo de personajes un poco fuera de punto, una conclusión precipitada... redundan en una calificación quizás injusta, porque es un buen ejemplo de lo que la ciencia ficción debe intentar ser: una metáfora para hablar del ser humano y su naturaleza. Pero creo que la pone también en su lugar. No por nada nunca se cita entre sus obras selectas.

El hombre en el laberinto cuenta la búsqueda en un laberinto alienígena de un hombre que se dice de vital importancia para la persistencia del ser humano en la galaxia. El peligro acecha a los integrantes de la expedición en cada esquina: la construcción es una gigantesca encerrona que puede llevarles a la muerte con mil y un sofisticadas trampas. Mientras, en el centro mismo del laberinto, el objeto de su búsqueda observa sus progresos y recuerda diferentes momentos de su vida pasada que explican su actual situación.

La historia parte de un punto sospechosamente similar al que Algis Budrys utilizó en El laberinto de la Luna. Curiosamente en esta novela, aun siendo ciencia ficción, Budrys huía de la descripción del laberinto, apenas entrevisto, y se centraba en aspectos más introspectivos, algo no muy común entonces en el género. Por contra, Silverberg sí que nos introduce en los secretos del constructo y realiza una descripción pormenorizada del lugar. Respecto a los personajes, frente al sólido trabajo de disección de miedos y temores de Budrys, con un protagonista rumbo a una muerte segura, en El hombre en el laberinto aparecen tres que siguen el antiguo esquema del arquetípico cuento del unicornio: el indomable animal mitológico, vital para solucionar una empresa; un caballero deseoso de capturar su presa a cualquier precio; y la virginal doncella, que con su candor se ganará la confianza del animal y lo atraerá hasta su regazo.

El unicornio es el protagonista absoluto, Richard Muller, el hombre en el laberinto, un tipo paranoico, repleto de obsesiones y traumas que lleva años encerrado en aquel lugar. Sobra decir que es él el que recibe mayores atenciones por parte de Silverberg, que lo va desnudando por medio de flashbacks, monólogos internos o diversos diálogos. Su voluntario aislamiento está relacionado con la telepatía, a la que se proporciona un matiz maldito, augurando el camino que se vería tres años más tarde en Muero por dentro. A su vez, sus dos partenaires reciben una menor atención. El más endeble es el caballero manipulador, fiel retrato de la sentencia el fin justifica los medios, que resulta demasiado clásico en su papel. Por contra, su joven seguidor se muestra convincente como ingenua víctima de sólidos principios, que duda ante los métodos de su maestro, y acompaña a Muller en los mejores momentos, como las conversaciones que mantiene con él, donde se deja llevar por una tácita mitomanía.

En sí la historia es tan sólida como el resto de Silverbergs de aquella época, y tiene el aditamento de lo acertado de su acercamiento a la soledad de un ser humano que, a pesar de querer estar solo, necesita de la compañía del resto de sus congéneres. Sin embargo no se puede equiparar a sus libros capitales por un motivo vital. En la ciencia ficción el escenario es tan importante como el mensaje, y aquí el laberinto, además de su nula originalidad y resultar muy sobado como metáfora, no es verosímil y se encuentra lejos de la vividez de otros de los escenarios que presentó en esa época, como el alegórico mundo de Alas nocturnas, el exhuberante Belzagor de Regreso a Belzagor o el ultratecnificado planeta Tierra de La torre de cristal. Tampoco puedo olvidarme que el final es bastante apresurado y rompe por completo el ritmo de la trama, que pedía una cadencia un poco más pausara para mostrar la conclusión, razonable pero traída por los pelos.

El hombre en el laberinto termina siendo una buena muestra del trabajo de su autor que, con un poco más de trabajo, podría haber sido memorable. Pero Silverberg estaba entonces funcionando a todo trapo (4 novelas y un puñado de relatos al año), y no siempre cerraba sus trajes con las mismas puntadas. Aunque quizás no soy el mejor juez para esta pieza.

© Ignacio Illarregui Gárate 2003
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