El libro de los
cráneos
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Existe una enorme controversia en los ambientes de discusión sobre ciencia ficción acerca de si la inclusión de esta novela dentro del género está o no justificada. El tema es peliagudo; el único componente no real de su argumento es tan tenue que apenas se vislumbra: una esquiva inmortalidad en cuya busca parten sus cuatro protagonistas. El resto se encuentra tan pegado a la realidad que casi no se entiende su publicación en una colección de ciencia ficción. Su argumento está enclavado en la América real de comienzos de los 70; sus personajes son complejos ciudadanos corrientes; las "desventuras" que corren deben mucho más a un retrato del mundo universitario de la época, desde la obsesiva perspectiva del propio Silverberg, que a la mera especulación sociológica; jamás se explica cómo podrían alcanzar la vida perpetua (de hecho, el final es de una ambigüedad incontestable);... Sin embargo, aun teniendo bien presente esta enumeración, soy partidario de introducirlo dentro del cajón de lo que entendemos como ciencia ficción. Uno de los motivos por los que se suelen escribir obras de género, más allá de la mera aventura por la aventura en un paisaje exótico, establecer juegos con determinadas ideas científicas, sociales o tecnológicas, o la denuncia de algún hecho, está en crear una metáfora a través de la cual ahondar en los miedos más profundos de la sociedad de la época en que está escrita, interpolar su posible evolución, satirizar sobre sus elementos más grotescos o, simplemente, destriparla por completo (o sólo en parte). Justo para eso se utiliza aquí la inmortalidad, una herramienta que le sirve a Silverberg para introducirnos en cuatro mentalidades casi antagónicas y elucubrar sobre la religión, el sexo, las relaciones entre iguales, la muerte o el sentimiento de culpa. ¿Se podría haber escrito El libro de los cráneos dejando fuera la idea de la inmortalidad sin que variase el resultado? Desde luego, al mismo nivel que se podría haber escrito Muero por dentro sin la telepatía y haber utilizado otro medio para desnudar por completo la personalidad y los problemas de un personaje como David Selig (según David Pringle, Philip Roth lo hizo tres años antes en El lamento de Portnoy). O, siendo más atrevido, H. G. Wells podría haber escrito una crítica sobre la sociedad victoriana en la que vivía sin necesidad de recurrir a su máquina del tiempo y explorar un hipotético futuro. Es una simple cuestión de gradación, del nivel al que está inserto el componente hipotético-fantástico en la trama. Y aquí, aunque muy levemente, está presente. No sólo como meta, sino también como especulación sobre las causas que nos hacen buscar esa vida sin fin, que por ahora es justo un sueño. A parte de esto, que puede ser una mera idea feliz en defensa de algo indefendible, la novela es de las mejores de su autor, aunque, como diré un poco más adelante, resulte excesiva. El camino hacia la inmortalidad, que requiere una iniciación surgida de la suma de los sempiternos viajes físico y espiritual, se convierte en un tour de force vertiginoso. El primero, en coche a través de medio país a la búsqueda del monasterio donde se proporciona, provoca un cúmulo de tensiones que pone al grupo al borde del estallido. Para conseguir el ansiado fin, uno de ellos deberá sacrificar su vida por los demás mientras otro muere a manos de los dos restantes. El segundo, que parte de la presión psicológica alcanzada, culmina en el análisis interior que realiza cada uno de ellos como primer paso hacia la vida eterna, a través de toda una serie de ritos en los que sus sentimientos de culpa quedan al descubierto y se "perdonan" o se "pagan" los pecados cometidos. Una vida eterna que, como es recursivo en el autor, llega de la mano de la paz interior. Aun así, llega a hacerse demasiado excesiva. Sus cuatro personajes son un cúmulo tal de obsesiones relacionadas con la compulsión sexual, su negación y la insatisfacción que puede venir unida a ella, que resulta difícil eludir la pregunta de si cuando se tienen apenas veinte años en EE.UU. no hay ni un sólo joven cuya vida gravite alrededor de otra cosa; si todos han tenido que sufrir las convulsas situaciones que han vivido tres de estos cuatro individuos (el otro, dentro de lo que cabe, también tiene su aquél; es el intelectual reprimido judío tópico en el autor). Si es imposible hacer un buen retrato de un personaje gris en un reparto como éste. Supongo que no, que las ideas que se van hilando en la trama no pueden tenerlas individuos insulsos. Que sacudir conciencias y la búsqueda del cambio y la trasgresión requiere sus peajes. Pero a veces me pregunto qué ocurriría si, además de esto, hubiese un poco de lo otro. ¿No habría entonces todavía más de riqueza y la obra sería más redonda? |
© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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