En la estación
Basilisco |
Hola, mi nombre es Ignacio Illarregui Gárate y confieso que me encanta leer todo tipo de space opera. Y aunque creo ser capaz de distinguir aquélla que está bien trabajada y ofrece algo más que mera aventura por la aventura de la que no es más que fuegos de artificio que ponen a prueba el estómago de una cabra, debo declararme ferviente lector de estas últimas. No me pregunten por qué, ni yo mismo conozco el motivo de mi "desviación". Devoro sin trabas franquicias, tan abiertamente explotadas por incapaces recalcitrantes autoproclamados escritores, como la de Star Wars, delirios fascistoides como los pergueñados por Jerry Pournelle en sus novelas sobre El Mercenario o plagios infantiles de las habituales novelas de la Armada Británica, como los confeccionadas por ese "gran" desconocido que es, y mejor que siga siéndolo, David Feintuch. Ahora, tras una espera que se ha dilatado más de la cuenta, nos llega una muestra más de este tipo de narraciones que, sin que sirva de precedente, supone una mejora importante frente a los títulos citados. Aunque, también, deja su flanco notoriamente al descubierto en aspectos importantes que es necesario desglosar. Antes de hablar del contenido, se hace curioso observar lo ocurrido con esta serie, prevista hace unos años entre los libros de Gigamesh y que se volatilizó sin mayor explicación. Quien sabe si porque la editorial se ha decantado más por la fantasía y no casaba con su nuevo plan editorial, o si, como se llegó a comentar, los derechos habían sido comprados por otra persona, mientras Gigamesh se limitaba a poner la estructura editorial, y debido a los notorios retrasos que han sufrido esa opción caducó. El caso es que ha sido La Factoría la que la ha repescado, aprovechando para abrir una nueva colección llamada Ventana abierta. Con un formato más pequeño y un precio más asequible que Solaris ficción, en ella están teniendo cabida libros que en su hermana mayor, supuestamente dedicada a obras mayor "calidad" y editadas en un formato más "cuidado", no tendrían lugar. Ya sea porque o son obras de batalla, o son reediciones de libros de segunda fila, o se centran en temáticas, llamémosles, pedestres. Por ejemplo se está recuperando la serie de Chanur, de C. J. Cherryh, un competente space opera de hace veinte años que tiene sus seguidores, y se ha dado la vez a dos series nuevas como En tierra de lobos o Sookie Stackhouse, que mezclan los vampiros, respectivamente, con un futuro apocalíptico, invasiones alienígenas incluidas, y la novela de intriga rosa. En la estación Basilisco abre la serie de Honor Harrington, formada hasta el momento por diez entregas. Su protagonista es Honor Harrington, una comandante de la Armada de Manticora, un estado interplanetario construido a la mayor gloria del Imperio Británico del siglo XIX, con una única colonia en su ámbito de influencia. Harrington recibe el mando de su primera nave, el Intrépido, y una misión de la que es imposible que salga airosa. Claro, aunque sus comandantes no vean en ella nada más que una don nadie, estamos un as de la táctica naval, el control de recursos y todo lo que caracteriza al gobierno de un "barco". Así que aunque pierde (ya decía que su objetivo era imposible) se las ingenia para triunfar en detalles que tocan las narices a varios gerifaltes nulos que quedan con el culo al aire. Y como castigo recibe la orden de trasladarse a la estación Basilisco, lugar de castigo para los maticorianos incompetentes, donde por un giro del destino queda al mando de una tripulación que desconfía de ella, una agencia aduanera corrupta que lleva eones sin hacer su trabajo y un planeta donde el resto de potencias hacen lo que les viene en gana mientras las fuerzas de seguridad están desbordadas. Un desolador panorama que, sobra decir, Harrington pondrá en perfecto estado de revista antes del desenlace. David Weber ofrece una mezcla, no muy disimulada, entre las consabidas novelas de la Armada Inglesa y las historias coloniales de finales del siglo XIX. De lo primero tenemos una estructura militar y unas naves que están sacados de los buenos cánones establecidos, p.e., por los libros de C. S. Forester o Patrick O´Brian. Hasta tienen sus velas y todo. Y de lo segundo tenemos a una protagonista que debe enfrentarse a una serie de circunstancias que recuerdan a la situación de la frontera noroeste de la India victoriana, la sublevación del Sudán del Mahdi, el despertar de los Zulús bajo la mano de Chaka, las batallitas de los legionarios franceses por el norte de África a comienzos del siglo pasado o los westerns de la caballería que tan bien se le dieron a John Ford y sus imitadores. Cambias alienígenas por tribus levantiscas, potencias estelares por potencias extranjeras, tráfico de droga por tráfico de agua de fuego, tráfico de fusiles por... tráfico de fusiles (sí, fusiles del siglo XIX construidos en el futuro) y tienes exactamente lo mismo que ofrece Weber. ¿Y cómo se desenvuelve? Nada mal. Siendo una novela de aventuras militares lo mínimo que se puede exigir es que tenga ritmo, mantenga el interés, tenga a aguerridos personajes enfrentados a situaciones peliagudas y nos lleve por un torrente de acción. Y es muy difícil negar que En la estación Basilisco ofrece todo esto en cantidades industriales y con el salero suficiente para hacerte pasar buenos momentos. Especialmente en las últimas 50 páginas, un monumento a la lectura compulsiva bajo la forma de una persecución entre sendas naves espaciales que intercambian salvas de cañonazos que las van destruyendo poco a poco. Unos pasajes que recuerdan a las confrontaciones de las grandes historias navales que el cine ha situado en nuestra memoria. Poco importa que en vez de bolas de plomo de 10 kilos intercambien misiles teledirigidos, porque tanto los efectos como la historia son inequívocos; se llegan a sentir las astillas penetrando en nuestra piel y el retumbar de las explosiones. Ahora bien, Weber aqueja varias taras que ensombrecen el resultado. Por ejemplo, cuando están a punto de desencadenarse dos de los instantes de acción, demuestra que no tiene ni idea de cómo dosificar la información al situar, en su fase previa, unas cuantas páginas de documentación prescindible que rompen por completo el clímax. Vale que quiera contar el avance que supuso el alma rayada para los fusiles de percusión y la tecnología necesaria para fabricarlo, o la historia del viaje hiperespacial en su universo, pero el tío es zote a más no poder y sólo se le ocurre regalarnos sus disquisiciones en plan wikipedia en el momento más inapropiado. Esta deficiencia narratológica también está presenta a la hora de desarrollar determinados sucesos; en vez de guardarse algunas sorpresitas que no se deberían conocer porque los malos no pertenecen al ámbito de Harrington, Weber nos mete de lleno en las jugadas maestras que están perpetrando. Cuando le viene en gana nos pega un cambio de escenario, nos teletransporta a la guarida de los villanos (del que nada se vuelve a saber), les pasa el testigo de la narración y nos pone al día de sus planes y su "compleja" ideología, cosa que quita interés ya que apenas hay intriga. Estas torpezas fastidian porque son evitables y después se desenvuelve a las mil maravillas en la acción. Además cumple sobradamente tanto en la fase de planificación de las acciones, como en la indagación sobre el terreno o en los diálogos, densos porque tienen a ofrecer mucha información pero bien redactados y lo bastantes claros para que cualquiera pueda desentrañar lo que se dice. Otra pifia la encontramos en la dinámica de personajes. La tripulación del Intrépido, aun cuando es variada en sexos y desempeños, se hace bastante planita y la manera en que Harrington se hace con ella nada variada: todos y cada uno de ellos cometen sus preceptivas faltas en sus funciones por las que nuestra capitana, lejos de echárselas en cara, prefiere que sufran la vergüenza en silencio mientras se ponen a sí mismos las pilas y mejoran. Porque son una "buena" tripulación a la que únicamente hay que poner a punto. Salvo la doctora jefe, que a Weber no le debe caer nada bien (el juramento hipocrático desde la óptica ultramarcial se antoja una buena jodienda), y que es la rémora de la que hay que desembarazarse. Lo peor (o tal vez lo mejor) viene de los extravagantes malos de la película, la República Popular de Haven, un conjunto de corruptos que para sostener su decrépita democracia del bienestar, que mantiene a ingentes masas sin pegar un palo al agua mediante todo tipo de subsidios, sólo tienen una solución: darse al imperialismo total que les proporcione las riquezas necesarias, utilizando los mismos medios que la U.R.S.S. durante la guerra fría. Espionaje, incitación a la revuelta, revoluciones, invasiones,... Y para hacerles frente tenemos una democracia monárquica como Dios manda, que aun siendo clasista y esclerotizada es capaz de crear suficientes individuos capaces de vencerlos respaldados por unas tradiciones que siguen en todo lo alto. Un maniqueísmo porque yo lo digo simple y estúpido que no por esperado deja de oler mal. Hay otros aspectos que también merecerían su comentario, como las explicaciones cientifico tecnológicas sobre el viaje hiperespacial (mejor habría estado calladito), la sobresaliente parte táctica y armamentística o si Honor Harringtonl, el engranaje de En la estación Basilisco, es o no un personaje plano. Pero creo que ya he escrito suficiente como para que cualquiera se haga una composición de lugar de la novela (y, por extensión, de mis filias y fobias). Sólo queda decir que a pesar de todo lo que he escrito, mientras no le das demasiadas vueltas, se lee a la velocidad del rayo y hace que pases un buen rato. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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