RUR / La fábrica de
Absoluto
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La colección Utopías de Minotauro está convirtiéndose en un bocado muy apetitoso para todo buen bibliófilo que se precie de serlo. Con un aspecto la mar atractivo y un interior competente (sin ser ediciones de alta escuela, no tienen el número de pifias que acumulan alguno de los otros Minotauros de la última hornada), están recuperando una serie de títulos y autores de finales del siglo XIX y principios del XX que se caracterizaron por el sus visiones acerca del futuro "inmediato" de la humanidad si determinados sistemas sociopolíticos, establecidos o imaginados, llegasen a controlar sus sociedades. Quizás la publicación de ciertos títulos no esté muy justificada debido a la facilidad para hacerse con ellos. Mismamente un par de libros de William Morris o Samuel Butler se pueden conseguir sin demasiados problemas a un precio irrisorio. Pero es un pecado menor en comparación con el deleite que supone "rescatar" un libro 70 años agotado como La primera y última humanidad de Olaf Stapledon o estas dos obritas de Capek, que llevaban el mismo camino de perecer sepultadas por el olvido. En un caso muy particular ese olvido hubiese sido algo ciertamente imperdonable. R.U.R. fue la obra donde apareció por vez primera el término Robot, con el fin de referirse a un ser fabricado por el hombre para realizar una serie de funciones relacionadas con el trabajo. Cierto es que sus Robots no tienen nada que ver con los Robots que entendemos ahora mismo; Capek idea unos seres hechos del mismo material que estamos constituidos nosotros, con la única diferencia que carecen de alma. Pero si se quiere conocer un género tan complejo como la ciencia ficción, hay libros que deben estar siempre disponibles para poder ahondar en cómo surgieron sus conceptos y apreciar cómo han ido evolucionando. A lo que viene unido el discurso moral sobre la Ciencia, tan necesario en estos tiempos de Genoma Humano, clonación y células madre. R.U.R., Robot Universales Rossum, no es, como se podría pensar, una novela similar a La guerra de las salamandras. Estamos ante una obra de teatro canónica, con tres actos claramente definidos que son puro planteamiento, nudo y desenlace, que ocurre en apenas dos escenarios diferentes. Tiene un número de personajes relativamente reducido y su única ambientación viene de la mano de sus diálogos, apenas apuntados por cuatro situaciones que ocurren fuera de escena con los sabidos comentarios en off. Incluso su extensión está muy medida, ideal para ser representada en una función de a lo sumo hora y media. Eso lo sitúa en las antípodas de lo que acostumbra a ser la ciencia ficción, un género que necesita de descripciones más o menos elaboradas para crear una relativa suspensión de incredulidad. Por este motivo parte con un déficit que le hace perder puntos respecto a la obra maestra de Capek, escrita 16 años más tarde por un autor en plena madurez y con todas sus cualidades narrativas al ciento por ciento. Ahora bien, como obra de teatro funciona a la hora de retratar las inquietudes de una serie de personajes, reflejar la sociedad de la época y plantear la tragedia que va a tener lugar. Y como ciencia ficción casi diría que está al mismo nivel. Expone con clarividencia las preocupaciones usuales en Capek a través de una metáfora inteligente, incisiva y coherente que se convierte en un afilado estilete para diseccionar la condición contradictoria del ser humano. Con esos Robots que toman conciencia de sí mismos y escapan al control de sus amos, asalta con éxito almenas como los límites de la ciencia y el capitalismo, la ética del científico y el empresario (genial cuando se entrevé lo que está ocurriendo y uno de los protagonistas alude a que él lo único que puede hacer es cumplir rigurosamente con los pedidos que le van haciendo; no es su misión valorar el uso que se hará con su producto) o el típico callejón sin salida que surge cuando no se valoran las consecuencias de los actos hasta que se está ante una situación irreversible. Como única pega, la edición comete una omisión flagrante. R.U.R. no es fruto únicamente de la mente de Karel, sino que fue escrita con la ayuda de su hermano Josef. Un gallifante menos para Minotauro. La fábrica de Absoluto es ligeramente diferente. Para empezar tiene una estructura opuesta. Estamos ante un folletín puro y duro, elaborado al mismo tiempo que era publicado por entregas en un diario checo de comienzos de siglo XX, formado por treinta episodios de apenas unas páginas. Como el mismo Capek reconoce en la presentación, esta forma de publicación condicionó mucho su desarrollo. Llegado cierto punto no sabía cómo continuar la historia y se limitaba a escribir episodios que completasen lo que tenía hasta el momento, provocando una serie de pausas y capítulos de "relleno" en los que apenas cambia el sentido de la narración y se dilata la conclusión. No obstante eso no disminuye el alcance del divertido juego intelectual que propone en sus páginas. En un mundo donde la radiactividad llevaba una veintena de años descubierta y poco a poco se estaba profundizando en los secretos del átomo, Capek idea una fábula moral a partir de un disparate surrealista que no deja de tener su sentido. Un ingeniero construye una máquina capaz de producir ingentes cantidades de energía a partir de muy poca materia, "desintegrándola" en su interior. El único producto secundario que se obtiene del proceso es el absoluto, residuo de propiedades milagrosas, esencia de la materia divina, que, una vez liberado, hará lo que sabe hacer: el Bien absoluto. Ese Bien, que en parte tiene mucho que ver con el que entendemos (fin de las penurias degenerativas, multitud de milagros, felicidad plena), se revela como un arma de doble filo al volverse en contra de la humanidad de una forma insospechada. Con el concepto del Absoluto Capek vuelve a los temas que trataba en R.U.R. acerca de la sociedad de su época o la responsabilidad del científico en su invención. Asimismo introduce de pleno un componente que en aquélla sólo figuraba de forma muy ligera: la sátira político-religiosa, que en determinados pasajes se convierte en brutal. Resulta complicado reprimir la sonrisa al observar cómo el comunismo queda desolado cuando uno de los conceptos contra la que más ha luchado defiende tan al pie de la letra sus ideales, al forzar a los empresarios a que colectivicen sus recursos y compartan con sus obreros la posesión de las fábricas, comercios,...O cómo la Iglesia Católica intenta rápidamente apropiarse del descubrimiento, llegando a bautizarlo, canonizarlo y llevarlo a los altares; o cómo los gobernantes más importantes del mundo acaban echando por tierra cualquier intento de solución del problema. La fábrica de Absoluto es uno de esos libros cuyas partes son superiores al todo que forman, al acusar seriamente el problema que aludía anteriormente. Gran parte de su "efecto" se pierde entre sus últimas 100 páginas, en un alto porcentaje rellenas de pasajes olvidables y un tanto surrealistas. Pero capítulos como los dedicados al pequeño Napoleón o la escisión de la humanidad en pequeños grupos, en vez de la unión que podría suponer el descubrimiento de Dios, redimen este mal. Como colofón, a parte de la mencionada presentación de Capek a este último libro, contiene un breve ensayo introductorio escrito por Ricard Vela, que reivindica con solvencia su figura como gran hombre de letras del siglo XX. En el aire queda si el nombre de la colección es el más apropiado para recoger narraciones como éstas. Después de todo Capek no sólo tiende al pesimismo, sino que sus visiones del ser humano están llenas de una mala leche y una capacidad satírica que se antojan antagónicas al término de Utopía, situándolo más cerca de la fábula moral; de la que era un Maestro con M mayúscula. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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