Rascacielos
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La pregunta del millón de dolares: ¿Qué es lo que separa un buen escritor de un gran escritor? En ocasiones me meto solito en unos bretes... A ver. Creo que la diferencia estriba en que un gran escritor, además de absorberte mientras estás leyendo su obra es capaz de crear un estilo y un mundo claramente reconocibles per se, instaurando una especie de marca de fábrica que está presente en todo aquello que escribe independientemente de lo acertado de su planteamiento y del acabado final. James Graham Ballard es un escritor que cumple perfectamente lo que acabo de decir y eso me hace pensar que es uno de los grandes escritores anglosajones de finales del S-XX. Ballard está obsesivamente interesado en la relación entre el hombre y el medio en el que vive, cosa que sale a relucir en casi toda su obra. Además de sus reconocibles obras de catástrofes (cuyo paradigma es El mundo sumergido) donde exploraba las mutaciones producidas en la psique humana cuando el lugar donde habita cambia de una forma brusca e irreversible, a comienzos de los años 70 llevó un poco más allá dicho planteamiento (o un poco más acá, según cómo se mire). Escribió otra serie de novelas, supuestamente catastróficas, en las que exploró la relación entre algunos de los avences tecnológicos más importantes del S-XX y sus usuarios normales, nosotros. Mientras que las primeras son claramente ciencia ficción (ambientación en un futuro más o menos próximo, catástrofes de dimensiones cósmicas), estas segundas no lo parecen porque hablan de paisajes perfectamente asumidos por nosotros. Crash, la más conocida, es una dura y devastadora metáfora de lo que el ser humano se ha hecho a sí mismo mediante la tecnología, explorando a través de los accidentes de tráfico la inquietante relación entre la sexualidad y la violencia. Rascacielos entronca con este espíritu. Cuenta lo que ocurre en un novísimo rascacielos situado a las afueras de Londres, de 40 pisos de altura y con cerca de 2000 inquilinos. En él sus habitantes pueden encontrar cualquier producto que puedan necesitar o cualquier diversión que se les ocurra. Es una pequeña ciudad vertical. Sin embargo la en principio idílica convivencia empieza a alterarse debido a los pequeños roces que surgen entre los vecinos de diferentes pisos. Y lo que parece un simple problema de entendimiento se recrudece cuando en medio de un apagón en una de las plantas de servicios alguien ahoga un perro en una piscina. Tal suceso sirve de disparador para que afloren sus más mezquinos sentimientos, lo que unido a la violencia largamente reprimida de su interior desata una espiral de creciente destrucción que convierte el Rascacielos en una versión reducida del infierno de Dante. Desde las primeras páginas la novela toma la forma de una larga fábula moderna no apta para estómagos frágiles y amantes de la literatura políticamente correcta. Pero como es normal en él, no expone ninguna moraleja. Prefiere que se analicen los hechos y se extraigan conclusiones propias, confía en la inteligencia del lector. Rascacielos lleva el modelo de Crash mucho más lejos, llegando en algunos casos hasta el paroxismo, la exageración suma. El libre albedrío con el que al principio parecen contar los personajes es coartado por los sucesos que se producen alrededor de ellos y toda su conducta acaba siendo determinada por una mezcla entre la compulsión interior que les guía y el ambiente en el que viven. El Rascacielos como suma de personas/lugar/ente físico acaba siendo parte protagonista de la novela (si no El protagonista). A medida que los habitantes se ven envueltos por la violencia no parecen hacer nada por evitarla. Incluso les gusta lo que pasa en su entorno. Asaltar otras plantas, entrar en apartamentos, robar comida, apoderarse de los ascensores, hacer barricadas,... Muchos abandonan sus trabajos. Y los pocos que siguen yendo notan una desazón mayor cada vez que abandonan el edificio, como si éste se hubiese convertido en una versión a gran escala del útero materno del que no pudiesen/quisiesen salir. Ballard me tiene atrapado. Tanto sus cuentos como sus novelas gozan de una lucided pocas veces vista. Es cierto que introducirse en su mundo puede resultar azaroso y, en ocasiones, imposible. Los temas están abordados muchas veces desde una perspectiva sumamente enfermiza. A pesar de esto no conviene olvidar que nos está recordando constantemente lo que nos estamos haciendo a nosotros mismos, cómo podemos estar presenciando el fin de los sentimientos humanos tradicionales y el comienzo de una nueva forma de comportarnos con los demás. Aunque sólo sea por esto merece la pena echarle un vistazo. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2001
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