Los premios Hugo:
1955 - 1961 Relatos que contiene:
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No soy muy coleccionista que digamos. Mi interés está más encaminado a conseguir libros realmente significativos que me aporten algo durante su lectura y no a completar las colecciones que tengo comenzadas. Sin embargo a veces sí que acometo alguna que otra acción de mero completismo. Desde hace unos años tenía cuatro de los ocho libros editados a finales de los 80 por Martínez Roca recogiendo íntegramente los premios Hugo de narraciones cortas entre 1955 y 1982. Y aunque de los otros cuatro volúmenes había leído un porcentaje importante he buscado concluir el octeto, algo que he logrado recientemente. Así que una vez superada dicha prueba, toca la consabida lectura para apreciar muchos detalles en su interior. El Hugo siempre ha sido el premio de ciencia ficción anglosajona más valorado por los lectores. No sé si comparto esa idea; muchas veces, por motivos meramente "elitistas", me siento más próximo al Nebula (depende de la cosecha). Pero no puedo negar que tiene una significación propia de la que carecen otros galardones como el mencionado Nebula, el Locus, el errático Campbell Jr. o el minoritario (y extravagante) Dick. Fue el primero en ser concedido, el que permite atestiguar los diferentes momentos por los que ha ido transitando el género, y el que, a pesar de las ausencias y con un fuerte yankicentrismo, ha galardonado a los mejores autores. Esa significancia de la que hablaba deriva en buena parte de su forma de votación: participan los asistentes a las convenciones mundiales de ciencia ficción, donde hay muchos escritores (que aunque muchas veces lo nieguen, gustan de leer lo que hacen sus colegas), y un elevado número de lectores, que acostumbran a leer con fruición las novedades más importantes publicadas durante el último año. De ahí que atesorar estos volúmenes es tener resumidos en unas pocas páginas muchos años de buena ciencia ficción. Y tener la oportunidad de poder leerla en orden cronológico supone un goloso caramelo al que no he podido resistirme (eso sí, convenientemente dosificado entre otras lecturas, que hay que dilatarlo un poco en el tiempo para saborearlo como se debe). Los premios Hugo 1955 - 1961 abre lo serie y en el interior se hallan cinco novelas cortas y tres relatos publicados entre esos años. La desigualdad en el número se debe a que en sus primeros años de vida el certamen fue un poco anárquico (en 1957, por ejemplo, no hubo ninguna obra galardonada). Las categorías definitivas que se otorgan hoy en día no se asentarían hasta finales de la década de los sesenta. Siguiendo el orden en el que aparecen los contenidos, abre el fuego una novela corta de Walter M. Miller, Jr., el autor de la inmensa Cántico por Leibowitz, una demostración más de que este hombre era más que su obra maestra. Con "El actor" nos introduce en un mundo futuro donde las máquinas han dejado obsoleta la interpretación y, con los debidos programas basados en actuaciones "maestras" de actores del pasado, son capaces de representar cualquier obra. La narración se centra en un persona que fue actor de éxito y ahora malvive como conserje en un teatro donde están a punto de estrenar una obra en la que estuvo ensayando antes de que las máquinas le arrebatasen su trabajo. Con esta idea tan manida (la llegada de la última tecnología aboca a alguien a la pérdida de su lugar en el mundo) Miller conjuga intención e inteligencia para nadar y guardar la ropa en el difícil arte de escapar del vulgar maniqueísmo. Y consigue una estimulante disección del temor al abandono de las actividades humanas en manos de la tecnología sin olvidar su faceta positiva. De hecho el protagonista llega a ser plenamente consciente que vive preso de una monomanía excesiva. Asimismo hace un alarde de tesón al conjuntar todas las reflexiones en un desarrollo casi en tiempo real. Tiene lugar durante la función de teatro que interpreta, donde el actor pondrá en juego su plan. A continuación nos encontramos con sendas muestras de dos de los autores más renombrados de la edad de oro, bastante olvidados hoy en día: Eric Frank Russell y Murray Leinster. El primero, con "Artefacto", construye un divertido y breve enredo que merece la pena recuperar. Es de los pocos relatos que te hace soltar una extensa carcajada. Mientras, el segundo escribe lo que siempre hizo, una historia tradicional de pura ciencia ficción aventurera, con sus gotas de misterio, que se lee con escasa ilusión al mismo ritmo que se olvida. Este clasicismo un tanto anquilosado inherente a Leinster también se observa en los siguientes cuentos, con resultados diversos. "La estrella" de Clarke es una historia que juega al final sorpresa pero que no confía todo su potencial en el desenlace. Se sirve de él para sugerir temas como la crueldad propia del universo, su posible relación con la crueldad de un hipotético creador, las casualidades, la fragilidad (o solidez) de las convicciones religiosas, el origen y el fin de la vida,... Conciso, interesante y con múltiples implicaciones. A su vez "Todos los mares llenos de ostras", de Avram Davidson, es su opuesto. Una fantasía cotidiana delirante, mejor escrita, pero que ha envejecido fatal; la ingenuidad de su planteamiento requiere lectores de otro tiempo. Y cerrando la terna tenemos un Simak menor, "El gran patio delantero", que aborda una precuela de Estación de tránsito, repitiendo esos personajes y paisajes que le hemos leído decenas de veces. No hay mucha distancia entre la casa donde los perros hablan con el robotijo de Ciudad, la casa de Enoch Wallace de Estación de tránsito, la casa de campo en un universo paralelo que aparece en Un anillo alrededor del sol, la casa de llanura abisal que aparece en el relato "Al borde del abismo",... y la casa vía entre mundos de ésta. El tío siempre con lo mismo: bucolismo, reivindicación de la naturaleza, de la vida en el campo, el estado muy muy malo, jodiendo la vida del protagonista cuando él lo único que quiere es recuperar su perro y su vida tranquila,... Con una diferencia. Aquí no transmite. Pero nada. Mucho mejor está "Tren al infierno", una ocurrente mixtura entre las historias de hombres que venden su alma al diablo, los trenes misteriosos que aparecen cuando no te lo esperas para llevar a los pasajeros a otra realidad y los viajes en el tiempo. Con sendos patrones Robert Bloch se viste con la piel de Ray Bradbury para centrarse en lo cotidiano y tejer un bonito y coherente texto con mensaje: disfruta de tu vida mientras dure y aprecia las novedades que vengan con ella. Unas serán agradables, otras tristes,... pero no hay vuelta de hoja. Bonito. Como penúltimo hito del camino tenemos la obra de madurez de la primera época de la ciencia ficción, probablemente el texto que mejor ha recogido el complejo de Frankenstein en el último siglo, una narración que emocionó, emociona y emocionará a todo lector con una mínima empatía que se acerque a él. No voy a descrubrir nada que no se haya dicho ya sobre "Flores para Algernon" (salvo que volví a llorar cuando Charly descubre a través de Algernon cuál va a ser su sino). Aunque, por una vez, prefiero la versión larga. Aquí, por su breve extensión, los hechos y sentimientos están mucho más condensados, y la lectura casi se hace frenética. Un relato como éste agradece un tempo más pausado, que permita que el conjunto se asiente con calma en el lector y cale todavía más hondo. Y por último tenemos un Anderson de los de toda la vida (me pregunto si hay algún Anderson que no sea de este tipo). El autor recurre a una de sus recetas clásicas, como es el uso de un acontecimiento histórico (la conquista de México por parte de los españoles), para contar una de nave espacial varada en un mundo de tecnología atrasada. Un relato de aventuras clasicote con ganas que despliega bien las ambiciones de poder que mueven a los conquistadores y describe con suficiente color el mundo en el que se desarrolla. No mata pero entretiene. Como deseo final me vienen dos ideas a la mente. Primero, algo que me imagino algún día se acometerá porque es tan necesario que se terminará haciendo: una reedición debidamente corregida de estos volúmenes (que no suponen una mala edición pero tienen numerosas erratas y unas traducciones que convendría revisar), ampliada con los premios de los últimos 22, años (y subiendo). Y segundo... un complemento golosísimo: unas antologías con los candidatos al Hugo que se quedaron sin premio, uno de esos sueños que sólo tienen los buenos lectores de ciencia ficción y que, como proyecto onírico, descansa en la biblioteca que Luthien se encargaba de controlar en los reinos de Oneiros. Sería una auténtica pasada. No ya para leer algunas obras superiores a las premiadas o apreciar cómo ha ido mutando lo que llamamos ciencia ficción. Sino para deleitarse con las antologías generacionales definitivas. Palabras mayores que, supongo, son sólo una quimera de un reseñador que se ha ilusionado más de la cuenta. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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