Las edades de la luz |
Las edades de la luz es la segunda novela de Ian R. MacLeod, autor británico que se ha ganado un cierto renombre en el terreno del cuento, escribiendo novelas cortas y relatos que han sido candidatos (y premiados) en los diversos premios anglosajones de fantástico. De esta vertiente de su producción, Ediciones Robel presentó hace unos meses, en su último volumen doble, “Musgo de vida”, una novela corta que relataba la iniciación de una joven en un lejano planeta tecnológicamente muy atrasado. Un retrato consistente en el que se echaban en falta un poco de garra y un trabajo más intenso sobre el escenario, bastante desdibujado y levemente amanerado. Con Las edades de la luz nos hallamos, de nuevo, ante lo que los críticos denominan bildungsroman o novela de aprendizaje; una historia en la que uno o varios personajes experimentan un proceso de maduración moral, social, espiritual, intelectual,… que altera la visión que tienen de la realidad y su postura ante ésta. Pero a diferencia de “Musgo de vida”, esta vez consigue un resultado más acorde a lo deseado… con alguna que otra disfunción que puede transformar su lectura en un serio handicap. Veamos por qué. A finales del siglo XVII, cuando en la Inglaterra de nuestra realidad se sentaron las bases que darían origen a la revolución industrial, en la Inglaterra de Las edades de la luz se descubre el éter, sustancia que, debidamente implementada, permite que lo inaudito cobre forma. Un material que suplanta el papel del carbón en la industria que se debería haber desarrollado posteriormente y que da pie a una peculiar revolución basada en la magia, casi mimética a la derivada de la máquina de vapor salvo por un detalle nada nimio. A diferencia de lo ocurrido con el sistema de gremios que estructuraba la economía hasta bien avanzada la Era Moderna, no se produjo su caída a finales del siglo XVIII y trescientos años después del advenimiento del éter la sociedad sigue completamente controlada por sus designios. No hay libre comercio, la burguesía tiene una estructura con un fuerte componente gremial y el conocimiento está vedado por debajo de cierto nivel. A su vez, y en esto la alteración es inexistente, los trabajadores son explotados inmisericordemente por sus “dueños” mientras grandes masas de indigentes, los mercas, pululan por las calles de Londres sin posibilidad de escapar a su sino. Una sobrecogedora amalgama entre la sociedad de la Era Moderna, la época victoriana y el capitalismo salvaje. El protagonista absoluto de Las edades de la luz es Robert Borrows, un joven de Bracebridge, West Yorkshire, cuya vida está íntimamente ligada al éter. Hijo de un miembro del gremio menor de fabricantes de herramientas, vive una plácida vida a la espera de ser iniciado en el gremio de su padre. Hasta que, por una serie de avatares que padecen él y los suyos, termina en Londres, donde aprende a valerse por sí mismo y se introduce en una asociación revolucionaria que desea acabar con trescientos años de injusticia, opresión y pleitesía al éter. Asimismo, a través de un reencuentro inesperado, llega a mezclarse con la clase alta y descubre una serie de hechos que alterarán la percepción que tiene de su entorno… y de su pasado. Si existen dos términos ajustados para calificar tanto el desarrollo de Borrows como el conocimiento de esta realidad ucrónica y, por extensión, el propio avance de la novela, son calma y sosiego. MacLeod prescinde de ritmos sueltos o ágiles y prefiere las evoluciones lentas y de ritmo constantes, marcando una cadencia que trasciende calificativos como densa y morosa. Hecho difícilmente cuestionable desde el momento en que en sus 370 paginas de apretada letra no es que ocurran demasiados eventos reseñables. Una elección que rinde sus frutos, al recrearse en las descripciones con el fin de tejer una atmósfera estable y sofocante, orientada a asentar la idea de inmovilismo en que vive la Inglaterra del éter. Así conduce con calma el progreso moral y cognitivo de Borrows en un avance en el que cobra más importancia lo que se calla o sugiere que lo que se expone. Poque no estamos ante una obra que ceda a las revelaciones espectaculares, las grandes verdades y los giros continuos. Funciona como un todo difícil de aprehender por las continuas capas que se van desplegando, plagado de concisas y contenidas manifestaciones que afectan tanto al personaje como al escenario. Esto convierte la lectura en una experiencia singular pero, también, es causa de un inconveniente a muchos ojos gravoso: la brutal dosis de parsimonia en que deviene deja tocada a la historia. Una narración, además de crecer en altura y anchura, tiene que avanzar longitudinalmente, y aunque Las edades de la luz lo hace, servidor se ha quedado con que durante tres de sus cuartas partes el atasco y el detallismo lo fagocitaban todo, generando una lasitud y una sensación de esto no camina relativamente complicadas de rebasar, poniéndose en compromiso el resultado final. Un resultado que, con un par de semanas de reposo, debo valorar como notable. Quizás porque en sus páginas asistimos a una de las mejores síntesis de lo que ha sido la civilización occidental de los últimos trescientos años. La Inglaterra a la luz del éter le sirve a MacLeod para establecer un vistoso y significativo contraste entre el capitalismo decimonónico y su correspondiente fachada actual. Una fachada más brillante, colorista y llena de adornos pero con comportamientos subyacentes heredados de siglos pretéritos que debieran haber sido superados. Quizás porque la novela se sostiene como excelente novela de personajes, entre los que destaca el tratamiento del luchador contra el sistema; una serie de seres que, con diverso éxito, intentan derribar o subvertir al “monstruo” utilizando herramientas como la ciencia y la tecnología, la concienciación y movilización social o la vía de la información. Quizás porque nos devuelve a una concepción de narración que prescinde de la aventura, el thriller , las correrías a mil por hora, los giros argumentales, la compulsión, los cliffhangers ,… para devolvernos a unas maneras prácticamente caídas en desuso en los géneros fantásticos, en las que todo está basado en la mesura, la sugerencia y la acumulación. Por esto Las edades de la luz queda reservado para lectores con paciencia que sepan otorgarle al narrador el beneficio de la duda y que disfruten con estas virtudes fuera del signo de los tiempos. Los que prefieran historias con "movimiento" debieran ahorrarse el dinero. Aquí no lo van a encontrar. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2005
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