El principio de D'Alembert
Andrew Crumey
Siruela
D´Alembert´s Principle: A novel in three panels
1996

2003
Traducción de José Luis López Muñoz
221 páginas

Como decía en la reseña que escribí sobre El origen de El Señor de los Anillos, no tengo demasiado tiempo para comentar libros a parte de los de temática fantástica. Sin embargo ahora que he tenido unos días de descanso por carnaval sí que he dispuesto de un poco para analizar algún otro de los que leo. Más que nada porque ayuda a desentumecer el cerebro de tanta "bazofia debilitadora de mentes". Aunque esta vez el agraciado es un libro que tangencialmente toca la fantasía, a la manera de genios reconocidos como Borges y Calvino. Pero fantasía al fin y a la postre.

Intentar definir El principio de D'Alembert resulta mucho más complejo como enunciar el principio que le da título. Amdrew Crumey lo presenta como una novela en tres cuadros, que al estar formado por tres apartados sin relación aparente tiene bien poco de novela y mucho de libro de relatos.

El primero se centra en la vida de Jean D'Alembert, célebre pensador francés conocido por sus dotes para la filosofía natural y ser, junto a Diderot, Voltaire y Rousseau, uno de los enciclopedistas; que, como no podía ser menos, acaban haciendo aparición en la historia. Cercano al fin de sus días se embarca en una rememoración de su vida en busca de ese principio que lo defina como ser humano y a partir del cual, por simple deducción, se obtenga todo lo que ha formado parte de ella. Una acción consecuente con el determinismo que imperaba en el pensamiento científico de la época. Junto a esta búsqueda aparece la visión del anciano que tienen sus sirvientes y, alrededor de ambas, breves retazos narrativos que nos cuentan parte de la historia desde otro punto de vista: la mujer de la que D'Alembert se enamoró y con la que chocó su búsqueda; la famosa terna de la ilustración formada por "razón, imaginación y conocimiento" se topó con el deseo.

El gran escollo con el que tropieza esta semblanza histórica, agradablemente verosímil, está en la estructura planteada por Crumey. Intercala los hilos con un cierto sentido hasta que, en determinado momento, pierde cualquier esquema premeditado y transforma el "cuadro" en una sucesión de cartas a mayor gloria de la novela epistolar. La sensación de desconexión es tal que produce la impresión de estar leyendo una serie de apuntes apenas desarrollados de lo que iba a ser una narración histórica más extensa que, por falta de tiempo o ganas, quedó en agua de borrajas.

La segunda parte cambia de estilo y se transforma en un luminoso festival de la imaginación; una breve ensoñación con un fuerte componente de juego metaliterario a lo Borges o Calvino. Se hace alusión a una ficticia historia dentro de la Historia, contada como veraz, sobre textos ignotos, filósofos perdidos y unas ideas muy hermosas sobre la percepción del mundo, la conceptualización de la realidad y lo absurdo del antropocentrismo. La explosión que satura los sentidos llega cuando Crumey se viste con el ropaje de Olaf Stapledon y repasa los seres que podrían habitar los diferentes planetas del sistema solar del Siglo XVIII. No desde un punto de vista biológico sino cómo podrían ser sus usos, costumbres, modo de vida, forma de percibir la realidad,... Brillante.

Por último, en la tercera parte pega un nuevo requiebro y nos lleva a la imaginaria ciudad de Rreinnstadt, donde un joyero irá recorriendo sus calles mientras le van contando una serie de historias, la mayoría costumbristas y claras herederas de la tradición europea de la época o Las mil y una noches; mejores, peores, más deslavazadas o conseguidas,... un repertorio variado que afianza la clave para interpretar El principio de D'Alembert.

Las tres secuencias conforman un tapiz que pone a prueba la capacidad de síntesis del lector, obligado por el propio subtítulo de la obra (el mencionado novela en tres cuadros) a dilucidar lo que ha leído para hacerse la composición de lugar. El hombre de la ilustración, puramente determinista, se topa con la realidad tal cuál es: compleja, llena de contratiempos, de situaciones que no se pueden estudiar bajo un modelo sencillo, con un fuerte componente de azar que jamás contempló en la ciencia que estaba construyendo. La razón no es la herramienta que abre todas las puertas del mundo porque hay aspectos que no atienden a su control. D'Alembert se enamora de alguien que no le corresponde y abandona todo lo que podría haberle hecho más grande por intentar satisfacer aquello que no puede conseguir. Y ese alguien, opaco, oscuro, desconocido a pesar de las apariencias, no se revela como su idealizada visión le invitaba a creer.

En contraposición tenemos sendos caminos que en el siglo veinte han sustituido/complementado la ciencia en la que creía a pies juntillas D'Alembert, la física cuántica y la teoría del caos, que irrumpen en la narración tal y como alguien de finales del siglo XVIII intentaría explicarlas. Ambas cobran forma a través del elemento fantástico presente no sólo por el componente ucrónico, sino por las metáforas que inventa Crumey. Y aquí es donde me rindo definitivamente al autor, porque a la belleza clarividente del segundo cuadro se une todo el arsenal de cuentos que presenta en el tercero, que evocan los complejos caminos que sigue la vida mediante la transposición de muchos cuentos clásicos. Cuentos en los que la variabilidad de los actos humanos crean pequeños cambios que originan finales inesperados, alejados de lo que conocemos. O cómo el caos entra en la tradición oral.

Independientemente de que haya cosas que no acaben de cuajar, El principio de D'Alembert es un libro inteligente repleto de ideas con las que recrearse y meditar. Eso sí, como acostumbra a ocurrir con Siruela te venden un producto bien editado pero tremendamente caro. 17 € por un volumen en tapa blanda que apenas llega a las 200 páginas hace que este tipo de caprichos sólo se puedan permitir de higos a brevas. Por cierto, como curiosidad aparece por vez primera el personaje de Pfitz, un icono en las obras de Crumey al que ha vuelto posteriormente.

© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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