La torre de cristal
Robert Silverberg
Martínez Roca
Tower of Glass
1970

1990

Traducción Cristina Macía
225 páginas
Ilustración Jim Burns

El uso de mcguffins es algo tan usual dentro del mundo del cine o de la literatura que resulta un recurso generalmente irrelevante y perfectamente asumido por los seguidores de cualquier narración, que, en muchas ocasiones, no solemos ser conscientes de su presencia. Lo que resulta poco frecuente es encontrar uno que, además de convertirse en el eje de una historia y servir como elemento vertebrador, juegue también el papel de catalizador de todos los sentimientos que se liberan a lo largo de su relato. Eso es lo que ocurre con la torre de cristal que aparece en esta novela de Silverberg, cuyas construcción y posterior misión parecen ser su motivo central y que, sin embargo, no son más que una simple excusa para retomar algunos de los temas más importantes en la obra de este genial autor.

Su punto de partida es un mensaje que se recibe desde un planeta situado en un sistema a 300 años luz de la Tierra y que es indescifrable. Simeon Krug, todopoderoso empresario que se encarga de la fabricación de androides a escala planetaria, se embarca en una empresa faraónica: levantar una gigantesca torre que envíe una respuesta con el fin de dar testimonio de nuestra existencia. Para construirla utiliza miles de androides, los trabajadores esclavos al servicio de los humanos, que en su tiempo de ocio anhelan ver reconocidos sus derechos. Dentro de esta sociedad “artificial” paralela a la humana cohabitan dos corrientes antagónicas. Por un lado los pertenecientes al Partido para la Igualdad de los Androides que, a imagen y semejanza de las sufragistas de finales del XIX y comienzos del XX, buscan la plena equiparación androides-humanos a través de la lucha política. Y después la formada por el resto, que han construido una religión que tiene a Krug como Dios y al que rezan esperando que les salve de su situación y los convierta en humanos de pleno derecho.

Como es inevitable en un Silverberg de finales de los 60 y comienzos de los 70, su éxito parte de una concienzuda creación de los protagonistas, con mil y un matices que les proporciona una mayor verosimilitud. Curiosamente, esta vez se adentra en una caracterización inusual en su bibliografía: la de un megalomaníaco obcecado con la inmortalidad, al que retrata en toda su grandeza sin olvidar sus debilidades y miserias. Asimismo, comparada con otras de sus novelas de la época, La torre de cristal está a la altura de las mejores también en un aspecto: ambientación. Mientras que en otras como El hombre en el laberinto o Tiempo de cambios el escenario era una mera excusa para diseccionar miedos internos, notándose una relativa pobreza en las descripciones, aquí el mundo, aparte de metáfora, es un colorista entorno sólidamente descrito en el que destaca la convincente sociedad androide.

A través suyo disecciona innumerables conductas que resultan de lo más familiares, en el que merece una mención especial la deformación que aborda del cristianismo, religión satirizada mediante el culto que dan los androides a la figura de Krug y que depara una descarnada visión tanto del integrismo como de su peligrosidad para los que no profesan esa misma fe ciega. Tema al que viene unido la recurrente obsesión de Silverberg por el mesianismo, aquí representado por las figuras de Krug y su hijo, tentado por los androides para interceder ante el Padre y conseguir que la liberación de su pueblo.

Repleta de detalles, unos sorpresivos, otros esperados, La torre de cristal es una historia fundamental del período de madurez de uno de los más grandes contadores de historias que ha surgido de la ciencia ficción. Altamente recomendable.

© Ignacio Illarregui Gárate 2002
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