Páginas perdidas Relatos que contiene:
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Es por todos conocida esa sonatilla, no por mucho repetida menos cierta, de que los libros de relatos no venden. Y más cuando en vez de un título canónico, escrito por un autor de relumbrón de esos que a cualquiera le suenan, éste viene firmado por gente como Ted Chiang o Paul Di Filippo, nombres relativamente nuevos a los que poco se podía haber leído en nuestro idioma; apenas un par de relatos sueltos en la revista Gigamesh o, en el caso del segundo, un relato en la famosa antología cyberpunk, Mirrorshades. Por ese motivo se hace necesario felicitar de forma encendida a las editoriales que apuestan con desparpajo por estas colecciones (y antologías). Centrándonos en el trabajo de Di Filippo, que es el que toca analizar, resulta reveladora la portada preparada para la ocasión; un llamativo trabajo de fotocomposición de Alejandro Terán que, como se le exige a un buen ilustrador, ha acertado a capturar su espíritu. Entre los múltiples elementos que la pueblan, que hacen referencia a los diez relatos que se pueden encontrar en su interior, recoge, en un pequeño cartelito en la parte superior izquierda, la esencia de Páginas perdidas. Éste es un libro 100% ciencia ficción. Para el lector ocasional de literatura fantástica no aporta más que una serie de clichés sobre historias alternativas. Imaginativos, sólidos, con relativa mala baba, mucho humor, pero también demasiado autoreferenciales y con un gancho limitado que los convierten en prescindibles. Pero para aquél que haya "malgastado" tiempo de su vida como lector por las costas que bañan este género, que conozca a vuela pluma su evolución, haya leído mínimamente a Robert Heinlein, sepa quién es Alice Sheldon, conozca las neuras de Philip K. Dick, cómo eran los primeros iconos pulp o le suene la manera en que Campbell inició su revolución en Astounding, encontrará una serie de homenajes y reflexiones excelentemente guisados, algo más que un conjunto de guiños inteligentes, que penetran con donaire en el campo del humor. Cualquiera de los relatos contenidos en Páginas perdidas, escritos a lo largo de una década, es fiel paradigma de la selección. Cojamos por ejemplo el que se encuentra en primer lugar: "¿Qué mató a la ciencia ficción?". Estamos ante un breve ensayo escrito en una realidad en la que, a mediados de los años 60, una desastrosa serie de televisión de bajo presupuesto hizo correr debajo de las piedras a cualquiera que leyese ciencia ficción, hundiendo para siempre este floreciente género. En esa serie hallamos un oficial alienígena llamado Strock, que fue encarnado inexpresivamente por un Bela Lugosi debilitado por los narcóticos. El doctor "Bones" LeRoi, ridículamente interpretado por Larry Storch. Al ingeniero "Spotti" (llamado así por sus pecas) le tocó en suerte un anciano Mickey Rooney lejos de su cima. Y en cuanto al elemento femenino... una demacrada joven modelo llamada Twiggy (como Yeoman Sand) y una andrajosamente voluptuosa Jayne Mansfield (como la teniente de comunicaciones Impura), que contrastaban tan exageradamente como la ridícula tracción "neutrón-antineutrón" de la nave. A pocos conocimientos sobre cultura popular que se tengan, está claro que esa serie chapucera que alteró el curso de la historia fue una Star Trek bastante distinta a la que conocemos. Como bien indica Claude Lalumière en la introducción, estamos ante un texto a la manera de los juegos metaliterarios de Stanislaw Lem de Un vacío perfecto o Un valor imaginario. Sin llegar a su nivel de erudición, profundidad y calidad, pero no por ello menos disfrutable. Esas 6 páginas son un ticket directo a la sonrisa perenne y al entretenimiento más escacharrante. El resto ya son narraciones que suelen abarcar una veintena larga de páginas, pero su corazón es el mismo. Filippo coge uno o varios iconos fundamentales del siglo XX, no necesariamente relacionados con la temática fantástica, busca un interesante "qué hubiese ocurrido si..." a partir del cuál establecer una variación y realiza una versión coherente con la época en que están enclavados y los personajes que en ella aparecen. Así "El último caso de la Grajilla" es el icono pulp por excelencia, un cuento en el que Frank Kafka abandonó Praga para trabajar en la industria ferroviaria y, años más tarde, sobrevive en Nueva York publicando un delirante consultorio en una revista de los años 20, mientras por la noche se dedica a recorrer los tejados de la ciudad imbuido en su alter ego: La Grajilla. Todo está ahí, desde un comienzo que reproduce con fidelidad el estilo más risible de los pastiches de La Sombra y los primeros tebeos de superhéroes de finales de los 30, imbricados con algún detalle típicamente Kafkiano; los absurdos artilugios que se anunciaban en los pulps; la inefable relación "imposible" con la compañera de trabajo o el enfrentamiento con su archinémesis (esta vez surgida de donde menos se espera; frente a la sempiterna amenaza nazi surge...). De nuevo, como ocurre con la presentación, no es lo mejor que se puede leer en este tipo de juego metaliterario. Michael Chabon prácticamente bordó este estilo en muchos pasajes de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, igual de divertida y mucho más sólida. Pero la frescura y la chispa de Filippo hacen de las suyas y rápidamente ganan la complicidad del lector avezado. Otros pastiches los encontramos, por ejemplo, en "Ana", o cómo Ana Frank nos cuenta en su diario su viaje escapando del nazismo y su llegada al Hollywood de los años 40, donde triunfó en el papel de Dorothy en El mago de Oz. Este juego podría resultar un tanto irrespetuoso, porque Di Filippo no huye precisamente del humor negro. Sin embargo hace gala de una contenida delicadeza, que invita a meditar sobre si realmente es necesario contar de pe a pa todo en una historia o si se puede dejar que el lector se componga gran parte del cuadro en su cabeza. O en "Mairzy Doats", un ingenuo homenaje a la edad de oro y a cierto relato de C. M. Kornblouth, del que no digo el título para no reventar el final, sobre un mundo donde Robert Heinlein llegó a ser presidente de los EE.UU., irradió con polvo radiactivo gran parte del mundo, la ciudadanía se consigue después de servir en el ejército, el fin justifica los medios y la tecnología de vanguardia ha llegado al día a día de la sociedad americana. O en "La tercera guerra mundial", un relato cuyo nudo gordiano (más allá del armageddon) ya hemos leído decenas de veces y que nos plantea un mundo a mediados de los 60, donde la guerra entre las dos grandes superpotencias ha estallado con funestas consecuencias, aunque no tan graves como sería de esperar. Después de todo no se llegaron a utilizar armas nucleares porque el átomo jamás fue "roto". O "Linda y Phil", o cómo el hecho de que la hermana gemela de Philip K. Dick sobreviviera al parto cambia por completo no sólo su vida (ya no es escritor), sino también la del mundo, dominado por un presidente ultraautoritario, al que se rinde devoción y que acaba con cualquier contestación aprentando un botoncito que te envía a otra dimensión. Un juego Dickiano que pone al escritor a vivir la vida de uno de sus personajes, asediado por un estado que le controla y una rutina que le aliena, al que saca de fase unos hechos demenciales que vuelven de arriba a abajo su existencia. Especialmente sustanciosos resultan "El Valle Feliz del fin del mundo" y "El mundo de Campbell". El primero es una sutil mezcla entre el relato del fin de la civilización de J. G. Ballard (que realiza un cameo), con la esperanzadora visión utópica de "no hay catástrofe que el hombre no pueda sobrellevar". Es este sentimiento el que lleva a un idealista Antoine de Saint-Exupery a cruzar todo el continente africano en un vuelo nocturno en busca de los últimos reductos de la sociedad occidental, los únicos que cuentan con los medios adecuados para sobrevivir a la tragedia. Lo que no se imagina es el freno que suponen para sus intereses las rígidas costumbres a las que se aferran para mantener la cordura o la oscura decadencia en la que han caído muchos de sus miembros... El segundo, "El mundo de Campbell", plantea una ciencia ficción norteamericana radicalmente opuesta a la que ahora conocemos. A mediados de los años 30, el antropólogo Joseph Campbell es asignado a la dirección de Astounding, creando un canon que no se parece en nada al que propició la Edad de Oro del "otro" Campbell (no el de la sopa, el "otro"). Sí, ahí está la conocida relación de cercanía con sus creadores (sólo que aquí está potenciada de una manera completamente novedosa), detrás de la que escondía su afán de impregnar con sus ideas gran parte de los relatos que le llegaban. Pero donde nosotros conocemos una transición de la literatura pulp a metas mayores, con un uso de la ciencia plenamente coherente con los conocimientos de la época, ahora nos encontramos con la penetración del mito y los arquetipos más esenciales de viejas culturas humanas en los esquemas folletinescos, para lograr una curiosa síntesis entre el viejo y el nuevo mundo. En el caso del escritor protagonista, que nos cuenta su relación con el editor en primera persona, esa síntesis se consigue a base de preparar: una serie de historias basadas en los mitos navajos de dos hermanos, Nayenezgani y Tobadzistsini, los famosos asesinos de monstruos. Mis dos héroes eran aventureros interplanetarios quienes viajaban de mundo en mundo ayudando a que los habitantes se entendieran con las extrañas formas de vida de cada uno. Aunque había mucha violencia (Campbell no tenía nada en contra de la violencia ya que la veía como parte integrante de nuestros insitintos homicidas), intenté introducir un elemento de diplomacia y compromiso que creí que representaría un cambio en la manera en que los extraterrestres eran tratados, y un giro en la forma en que mi pueblo había sido tratado por los blancos Algo completamente diferente a lo que se solía ver en la Edad de Oro y que va a originar un mundo absolutamente diferente, donde no se utiliza La Bomba para terminar La Segunda Guerra Mundial, McCarthy naufraga en su caza de brujas al poco de arrancar o el Bloque del Este es reventado por una revolución interior. Son apenas catorce páginas, pero qué catorce páginas. Los dos relatos que todavía no he comentado no desmerecen el conjunto. "Inestabilidad", escrito en colaboración con Rudy Rucker, nos plantea qué podría ocurrir si, a finales de los 50, Jack Keroac y Neal Cassidy se cruzasen en el camino con John Von Neumann y Richard Feymann, de retorno a las instalaciones donde trabajan en el proyecto nuclear donde trabajan después de haberse corrido una buena juerga a Las Vegas. Y "Alice, Alfil, Ted y los extraterrestres", la guinda del pastel, sitúa a una Alice Sheldon como agente destacada de los servicios secretos EE.UU., bajo el sobrenombre de Jane Tiptree, enfrentada a una invasión de alienígenas ciertamente incomprensibles, que se ve obligada a buscar la ayuda de un editor de revistas para hombres, Alfred Bester, y el líder de una secta que les rinde culto, Teddy Sturgeon. Probablemente la narración con más guiños por centrímetro cuadrado de la ya dilatada historia del género. Siendo un libro editado por el Grupo AJEC, resulta ineludible comentar cómo es la edición que han presentado. Tiene cosas buenas: el libro es barato y tiene un aspecto vistoso. Pero ya aquí se observa una nula previsión y una preocupante falta de coherencia: es el tercer libro de la colección (de tres) que presenta un lomo diferente. Supongo que esto es pura selección natural; variarán hasta que encuentren uno que les guste (así quedará nuestra estantería...). Mientras, el contenido, sin entrar a valorar la traducción, no llega al nivel de desolación presentado en Teranesia. Pero resulta alarmante que nadie se haya leído las galeradas antes de imprimirlas. A las pocas páginas cualquiera habrá comprobado el desastre en que se transforma cada una, acumulando fallos repetidos hasta la saciedad, como una mala colocación de los diálogos y los párrafos, incontables errores ortográficos, tipográficos y espacios de más, u otros más esporádicos que incluyen el cambio del tipo y el tamaño de letra o la repetición de tres párrafos. A pesar de esta calamidad de la que no parecen librarse los títulos AJEC, Páginas perdidas merece tanto la pena como para decir que es de lectura imprescindible para todo aquél que se considere lector (entre otras cosas) de ciencia ficción. Si se entra en el juego depara las horas de lectura más divertidas en mucho, mucho tiempo. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2004
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