Los premios Hugo:
1968 - 1969 Relatos que contiene:
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En la reseña del primero de estos volúmenes que recopilan los premios Hugo comentaba su importancia a la hora de rastrear los momentos capitales por los que ha atravesado la ciencia ficción en los últimos cincuenta años. En el caso de éste que ahora me ocupa, que en EE.UU. formaba una única entrega con el de Los premios Hugo: 1962 - 1967, estamos ante la explosión de la new wave, new thing o como quiera llamarse; ese polémico movimiento que, a mediados de la década de los sesenta, apostó por introducir en la ciencia ficción una ración de ingredientes que abarcaban el compromiso ecológico, el experimentalismo literario, la crítica social, los personajes torturados, un tratamiento del sexo más adulto,... Así, Los premios Hugo: 1968 - 1969 es un buen lugar para cotejar sus aciertos, excesos, fracasos, éxitos y, por qué no, la manera en que, al igual que muchos clásicos de la edad de oro, determinados ítems de referencia han envejecido a ojos vista. Antes de entrar a comentar por encima las obras que aquí se encuentran, realizando un análisis fino, también se puede comprobar la importancia de un hombre, Frederik Pohl, más conocido por su labor como escritor que como editor, y el lugar donde desempeñó su trabajo, la revista Galaxy. Se suele citar mucho (con justicia) a Michael Moorcock y su New Worlds, donde publicaron los autores británicos seminales que hoy por hoy se siguen teniendo como paradigmas del movimiento. Y la referencia americana que siempre se nombra, que aportó gran parte de los nominados (y de los ganadores) al Hugo del año 68, fue Visiones peligrosas, que ha sobrellevado con justicia su condición de antología "manifiesto" de la new wave al otro lado del charco (aunque incluyese a unos cuantos autores británicos). Pero la mano de este clásico que se ha convertido, por derecho propio, en uno de sus grandes autores, estuvo en buena medida detrás de la revolución. En la mencionada Galaxy no solo recuperó al que es, seguramente, el autor americano que mejor trasladó a sus obras las características de la nueva ola (Robert Silverberg), sino que publicó, entre otras, piezas como las aquí recogidas "No tengo boca y debo gritar", "Alas nocturnas", "Carne compartida" o "La bestia que gritaba amor en el corazón del universo", que, como intentaré explicar más adelante, son de lo mejorcito que surgió de dicho movimiento y que justifican por sí solas su necesidad. Pero hablo mucho de new wave (alguno ya estará hasta el gorro de la "etiquetilla") y en este volumen también se aprecia que estuvo lejos de ser un fenómeno radical; su llegada fue más gradual de lo que a veces se piensa. En la entrega previa había, entre carretadas de ciencia ficción clasicota, un relato que ya tocaba sus patrones típicos: "'¡Arrepiéntete, Arlequín!' dijo el señor Tic-Tac", cómo no, publicado en Galaxy. Narración que se puede sumar al trabajo que autores como el citado Silverberg, Samuel Delany, Thomas Disch o Damon Knight venían haciendo desde unos años atrás en una labor que fue calando sin prisa pero sin pausa. Y en el nueva olero 1968 el premio a la novela corta fue (exaqueo) para "El vuelo del dragón", que entronca con parte de los premiados de años anteriores y que puede entenderse como un aguante de la ciencia ficción más clásica con unos leves toques de "progresismo". Estamos, como ocurrió con "Hombres y dragones" y "El último castillo" de Vance, con una historia con un punto de partida casi bélico, una fuerte componente de fantasía heroica rama intriga palaciega, mejor escrito, con unos personajes sólidos y una fuerte componente de reflexión sobre los ciclos históricos, la tendencia del hombre a tropezar repetidas veces con las mismas piedras y el papel de la mujer en una sociedad que se dice avanzada. Entretenida aunque irregular. Otro tanto de lo mismo se puede decir de "Carne compartida", o cómo Poul Anderson sembró el esquema que después le llevaría a escribir "La reina del aire y la oscuridad". Una mujer que ha perdido a su marido en a un absurdo ritual antropófago parte en busca de una respuesta que explique el por qué de lo demencial de su muerte. Es la habitual historia de hay algo detrás de ese rito tan salvaje que, por ejemplo, le serviría a Orson Scott Card para plantear La voz de los muertos casi dos décadas después. Escrito con oficio, coherente, llevadero,... y poco más. Pasando de (si se me permite la expresión) los petardos a la dinamita, no hay mejor lugar para comenzar que por aquél que, en mi humilde opinión, sale peor parado, por lo ambicioso de su propuesta y lo escaldado que sale de ella: Philip José Farmer y "Jinetes del salario púrpura". Cierto que hay muchos lectores más capacitados que un servidor que hablan maravillas de este relato; que está escrito bajo una hiponitazante luz estroboscópica de múltiples colores que le dan una textura excepcional; que pocas historias de ciencia ficción consiguen refinar de forma tan expresiva sentimiento de extrañeza, aire futuro y una humanidad diferente a la nuestra pero, a la vez, tan semejante. No obstante, en mi humilde opinión, por lo pretencioso que parece, el nulo interés que despierta, lo estirado que está o la limitada habilidad de Farmer para hacerlo comprensible, queda como un pestiño de los que marcan época, al mismo nivel que otros "clásicos" de la transgresión infumable como La exhibición de atrocidades de J. G. Ballard o Informe de probabilidad A de Brian Aldiss. Una cosa es ir por delante del tiempo y otra golpear durante tantas páginas con un martillo construido con retazos de sexo gratuito, dinamita tediosa, colorismo vacuo, provocación barata, presunción y pretensión fallida. Un criptograma a prueba de pacientes... ...y un abismal contraste frente a los dos cuentos de Ellison que, al mismo nivel, experimentan con la forma sin que la narración, que en el fondo es lo que debe llegar al lector, se resienta. Fundamentalmente en "No tengo boca y debo gritar", la sublimación del complejo de Frankenstein, un relato que se puede tildar como perfecto y que aúna asombro, dureza, misterio, arrojo, inteligencia,... En suma, calidad a raudales. En la reseña del volumen anterior ya comentaba el gusto de Ellison por los héroes contracorriente, esos tipos ajenos a la corriente principal de la sociedad, con una acusada personalidad, un marcado individualismo y una voluntad férrea que les permite luchar contra el sistema aun cuando saben que, con su seguro fracaso, acabarán engullidos en un castigo atroz imposible de asumir. Un idiosincrático protagonista que aquí alcanza su cénit, con un enemigo invencible de proporciones casi divinas (la IA definitiva) sobre el que una agria victoria supone al mismo tiempo una dulce derrota. Otro ladrillo en su particular construcción de dicho personaje arquetípico, destinado a librar su batalla contra los males de nuestro mundo, se halla en "La bestia que gritaba amor en el corazón del universo", un abstracto relato de viajes en el tiempo con fuertes gotas de experimentación verbal. No es tan accesible como el anterior y cuesta pillar el hilo general, quizás porque Ellison es, voluntariamente, menos preciso en su construcción. Pero su denuncia de la falta de empatía, de las conductas que llevan a preocuparse sólo del estado de uno y olvidándose que no estamos solos en este universo, que hay que mojarse para mejorar la casa común en la que nos ha tocado vivir,... llega tan alto como claro. Otro hombre que ha sido particularmente fiel a sus obsesiones, a las que en cada obra que ha escrito les ha dado un enfoque, ha sido Robert Silverberg (colega de Ellison de toda la vida). En "Alas nocturnas" parte de algo tan inherente a la ciencia ficción como el colapso de una civilización altamente tecnificada y la amenaza de invasión por una especie alienígena, para trasladarnos a una Tierra en una nueva edad media donde la sociedad se encuentra escindida en hermandades que tienen un fin muy claro en sus vidas. Vigía es un vigilante que recorre el mundo analizando el cielo en busca de alguna señal de una invasión esperada desde hace decenas de años pero que, todavía, no se ha producido. Día tras día, cuando llega el momento fijado para su trabajo, sitúa a su alrededor sus instrumentos y proyecta su conciencia al espacio en busca de cualquier indicio mientras, en su interior, la duda le reconcome. ¿Realmente su trabajo sirve de algo? ¿No será tal invasión una leyenda creada en el pasado que le ha forzado a desperdiciar su vida persiguiendo algo que no existe? Mientras sondea el deseo de Vigía de encontrar un sentido a su rutinaria existencia, quizás cimentada en una falsedad, compone una congruente visión alegórica de una humanidad en ruinas y sitúa en escena a unos personajes que subliman un adorable juego de emociones donde no faltan el odio, amor, envidia, avaricia, amistad, deseo o desilusión. Aunque no es una opinión muy popular, entiendo mejor esta novela corta como conjunto con las dos historias que Silverberg escribió posteriormente y que se publicaron bajo el mismo título: Alas nocturnas. Básicamente porque, si se me permite la comparación, visitar una mañana La Sagrada Familia, La casa Batlló o El parque Güell ofrece una visión de lo que era Gaudí. Pero ir a los tres sitios uno detrás del otro proporciona una visión de conjunto mucho más completa que concreta la perspectiva que tenía dicho genio sobre la religiosidad y el mundo interior, la dimensión privada y la calidez del hogar, y el disfrute público de los espacios abiertos. Salvando las distancias (que las hay, y muchas), el tríptico que compuso Silverberg ofrece un recorrido más amplio que esta pieza que, en solitario, está muy bien pero que gana alcance dentro del todo en la que después se situó. Por último (para ir terminando, que una vez más se me ha ido la mano), me falta comentar "Voy a probar suerte", fruto de ese clásico que era mejor escritor que el 99% de sus coetáneos y que, indistintamente, triunfó en el terror, la fantasía y la ciencia ficción. Aquí, con su peculiar estilo rico que aunaba unas ambientaciones muy trabajadas con una precisión verbal al alcance de muy pocos, borda el gusto por el riesgo que tienen ciertas personas y que les lleva a jugarse hasta su propia vida en un simple juego de azar. Una obra que, como ocurre generalmente con su autor, se revaloriza a cada nueva lectura. En resumen, a pesar de los puntos bajos, una notable antología que supone una buena muestra de las potencialidades de la ciencia ficción. |
© Ignacio Illarregui Gárate 2005
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